Cronorevolution: un esclavo en las Provincias Unidas

Capítulo 18

Paris se encuentra entusiasmada y es normal. Se ha reencontrado con su madre tras muchos años. Quizá los mejores años que pueden compartir una madre y una hija, y que las dos se han perdido. Estuvieron horas hablando en privado, mientras yo me perdía por las catacumbas, solitario, pensando en las palabras de Julie y lo que quería decir. Pensando en la Diosa y en todo lo que me había ocurrido. Julie Bell, convertida de nuevo en la Sacerdotisa, nos dejó ir al amanecer. Obligó a Diego Márquez a escoltarnos y ayudarnos a volver al mercado.

—Desde ahora, mucho cuidado. Cualquier gesto, cualquier palabra de más…no solo os expone a vosotros sino a toda la comunidad. Y la comunidad debe prevalecer, pase lo que pase. —Nos dijo al despedirnos en el paseo marítimo.

No paró de hablar de su madre. Paris me relató, por encima, todo lo que se habían contado: que si su infancia, que cómo le había ido la adolescencia, que cómo lo había llevado y superado el señor Stonecraft, lo que Julie había estado haciendo todo este tiempo, sentimientos, perdones, ilusiones, juramentos. Todo eso se le escapaba a borbotones a Paris, emocionada al compartir conmigo lo que tenía que expulsar de alguna forma. Pero se le olvidó mencionar la advertencia que Julie le había hecho sobre mí. Su semblante, radiante de felicidad, parecía tener la fuerza del propio sol cuando empezó a salir por el horizonte, así que no le dije nada. No iba a estropear el momento.

—¿No estás contento? Hemos dado un salto adelante en…todo esto. Y no solo eso…la Diosa…es tan real….

—Claro. —Le sonreí. —Es genial.

—Tu cara no parece decir lo mismo…

—No te preocupes, Paris, es solo que…hay muchas cosas que asimilar. Y tú mucho más.

No. No estoy contento del todo, o al menos no tan feliz como lo está ella. Lo pienso detenidamente ahora, cansado y tumbado en la cama, en estado casi de duermevela. Los últimos meses me han abierto los ojos a una nueva realidad con Paris, indagando poco a poco en mi propio pasado al ir leyendo la Biblia y llegando hasta la mismísima Diosa. Pero…después de conseguir todo eso…siento que son cosas incompatibles. Que tengo que elegir. O Paris o la Diosa. Tengo que concentrar todos mis esfuerzos en una de las dos. Y es una difícil elección para mí, que nunca he decidido por mí mismo. Paris, a pesar de la seguridad que me ha transmitido, su cercanía, sus ganas, su preocupación, su trato igualitario e incluso la cierta atracción que tengo por ella…solo es mi dueña temporal. Soy su esclavo y ella misma y Edgar me han puesto en mi sitio varias veces. No lo olvido.

También me asalta la duda sembrada por el contrabandista: Paris puede traicionarme. La élite socioeconómica de las Provincias no renunciará a sus privilegios. No sé qué bando escogerá Paris en una situación límite. La culpabilidad eternamente ha recaído sobre los más débiles, sobre los esclavos. No creo, sinceramente, que Paris me esté utilizando para algo más que su investigación…pero sé que, llegado el momento, el Estado de las Provincias sí que lo hará. Al fin y al cabo, les pertenezco. Cuando acabe el contrato que tengo con Paris y su padre, volveré a sus garras y, luego, puede que a la plantación del viejo Greg Gordon. Aunque me prometió libertad cuando volviera, tiene unos planes para mí que se parecen mucho a la esclavitud.

Tampoco quiero hacerle caso Clarise, la esclava que compró el hermano de Edgar Scofield. ¿Habrá escapado? Yo no voy a huir, no voy a dejar tirada y sola a Paris en algo que va más allá de nosotros dos, en la loca aventura de la historia y el tiempo. Y no solo lo voy a hacer por ella. Si hay algo que deseo, más allá de la libertad, es recomponer la trayectoria de vida de Lunetta, mi madre, creo que para entenderme mejor a mí. Desde que he tenido raciocinio y uso de conciencia, he tenido la imagen de mi madre como una esclava ejemplar, al estilo de los Hall, que de tanto trabajar, de la miseria, el hambre y el hacinamiento en el poblado de la plantación de algodón, había contraído tuberculosis y había fallecido, fatalmente. Paris y su condición de historiadora echaron abajo por completo esa ficticia imagen, cuando llegué a comprender que la Biblia y los secretos que escondía iban más allá de lo que presuponía a una pobre esclava. Ahora sé que no murió de esa terrible enfermedad como lo es la tuberculosis y que tampoco fue una dócil esclava, y eso me llena de un inmenso orgullo. Ella desafió al orden establecido, era seguidora de la Diosa y, según Julie Bell, fue condenada a muerte y ejecutada por parte de las Provincias Unidas. ¿Por formar parte de la religión? ¿Por participar en la revuelta de esclavos? No sé si, en este momento, quiero construir otra imagen de ella, idealizada. Una Lunetta guerrillera, luchadora incansable por la libertad y la igualdad. Me rasco la muñeca izquierda y pienso en la Diosa. El tatuaje de tinta negra emerge y lo toco. Me quedo dormido.

Cuando despierto, está anocheciendo. Estaba tan extenuado que he dormido doce horas seguidas. Supongo que a Paris le habrá ocurrido lo mismo. Bajo a comer algo, un poco trastornado, y parece no haber nadie en casa. Escucho a Paris bajar las escaleras de dos en dos.

—¡Eric! ¡Espera! Ni que decir tiene que…bueno, lo de ayer es…un secreto. —No debo entenderlo bien porque me mira de forma extraña.

—Mi boca está cerrada. Por el bien de…todos.

—Lo de mi madre, quiero decir.

—¡Ah! Claro, claro. Sin ningún problema. Tu esclavito obedecerá. —Ni ella ni Julie desean que el señor Stonecraft sepan de su encuentro.




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