Paris me levanta muy temprano. No quiere perder ni un minuto de su tiempo, ahora que está convencida de seguir hacia adelante con sus proyectos. Mientras desayunamos la observo porque ha vuelto a arreglarse y maquillarse. Está guapísima con esa falda larga ceñida, la camisa blanca y multitud de collares. El pelo se lo ha ondulado, como nunca antes se lo había visto. Está cambiada. A mí también me ha obligado a ponerme algo totalmente nuevo: pantalones negros recios ajustados y camisa de rayas horizontales. Me veo raro en el espejo.
Normalmente, Paris camina desde su casa hasta la Universidad, pero hoy ha decidido que tenemos que ir en aeromóvil y no soy yo el que se va a quejar. Estoy encantado de poder subirme de nuevo en un aparato de esos.
—Son solo veinte minutos a pie que ayudan a pensar—dice—, pero hoy no lo necesitamos. Tenemos que actuar.
Espero en la entrada de casa para que, del garaje, emerja un aeromóvil cuyas líneas de diseño son negras, azules y moradas.
—No sabía que conducías. —Le digo a la vez que se abre la puerta hacia arriba y entro.
Se pavonea de mí con una mirada y ambos reímos. Cuando Greg Gordon me permitió viajar a Nueva América, un vehículo como este me recogió. Viajé en el asiento de atrás y solo pude admirar el cielo negro de la noche y las luces de las aerovías. Pero en este instante me deslumbran los botones y las pantallas del aeromóvil. Paris controla el volante, los pedales y la palanca de cambios. Pronto el vehículo se eleva. Deduzco que no tiene mucha experiencia conduciendo.
—Será mejor que te pongas el cinturón.
A toda velocidad avanzamos y nos incorporamos a la aerovía que cruza toda la ciudad. Se ve todo muy pequeño desde aquí. Tengo vértigo. Noto el sabor a bilis de mi boca y siento que me mareo. Trato de distraerme y me fijo en los cinco imponentes edificios de las Provincias, el corazón del país. Distingo también las ocho grandes avenidas que dan al centro de la urbe. Allí nos dirigimos, porque Paris ralentiza y desciende. Detrás de las enormes construcciones se encuentra un bloque uniformado de cinco pisos de cemento gris. No tiene formas extrañas ni colores en la fachada, como los demás. Parece antiguo.
—Es todo lo que queda de las Universidades de Arte, Letras, Sociedades y Cultura de las Provincias Unidas. Pronto no quedará nada. Menos líneas de investigación social, más para la tecnociencia. —Me explica Paris.
Aparcamos el aeromóvil en los sótanos del edificio, un lugar oscuro y sombrío que huele a cerrado. Paris, con su mochila al hombro, me lleva hasta el ascensor. Marca el cuarto piso. Me doy cuenta que no he abierto la boca. Quiero concentrarme en todo lo que capten mis sentidos, puesto que cada pequeño detalle es nuevo y extraño para mí. Soy como un niño pequeño que, de la mano de su madre, va explorando un mundo nuevo. Se abre el ascensor y echamos a andar por un ancho pasillo de suelo de mármol grisáceo. Resuenan nuestros pasos porque apenas si hay gente.
—Buenos días, señora Martínez. —Saluda Paris a la conserje, que está detrás de un mostrador.
—Buenos días, Paris, ¿todo bien?
—Todo bien, gracias. ¿Qué hay, señor Pombert? —Se dirige al limpiador que porta un cubo lleno de agua en una de sus manos y que está saliendo de los lavabos. Le sonríe.
—¡Es un esclavo! —Digo al ver su pulsera, igualita que la mía.
—Claro, Eric. De los trabajos que no quieren las personas libres tienen que encargarse los esclavos. Muchos de ellos pertenecen a Compañías o a las propias Provincias.
Suspiro resignado y sigo a Paris, que camina muy rápido. Giramos a la derecha, hacia un pasillo más estrecho. Subimos unas escaleras. Torcemos a la izquierda y nos adentramos en una sala que tiene múltiples despachos a un lado y a otro.
—Solían ser de los profesores universitarios dedicados al arte, la cultura, las letras y las sociedades. Apenas quedan ya cuatro o cinco abiertos y la gente es ya mayor.
—Esto está condenado al desastre. —Me doy cuenta. Por eso Paris estaba tan ansiosa por terminar su investigación.
Paris toca a una puerta con la cristalera rota por mil sitios distintos. Recibe la señal y nos introducimos en una pequeña estancia. Tiene estanterías desbordadas de libros por las cuatro paredes, el suelo lleno de cajas de cartón, una ventana al fondo y un escritorio lleno de papeles con una computadora en la que no para de teclear un hombre. Se pone en pie para recibir a Paris con un efusivo abrazo. Está calvo y el poco pelo blanco que le queda se lo peina hacia atrás. Su rostro es el reflejo de un hombre cansado y maltratado por el tiempo, pues tiene dos grandes ojeras que no esconden sus gafas. A pesar de su edad, más de sesenta por lo menos, su ropa le da un aspecto juvenil.
—Este es Eric. —Me presenta Paris.
—Encantado, Eric. —Me tiende la mano y se la estrecho. —Soy el profesor Elliot Meyer. Sentaos, sentaos. Perdonad el poco espacio, pero estoy haciendo inventario y recogiendo lo poco que tengo en esta vida. Se acerca la tan deseada jubilación.
Sentados frente a él, escudriñándolo con detenimiento, hay algo en sus ojos que no termina de convencerme. Intento recordar la admiración con la que Paris hablaba de su profesor.
—¿Y bien? ¿Cómo va ese estudio del Colapso? Nos quedamos sin tiempo efectivo…