Martes, treinta y uno de diciembre. Último día del año. Tengo que mirar dos veces el calendario y situarme en la casa de Paris para darme cuenta de que es real lo que he vivido estos meses. Se me agolpan las imágenes al recordar: los Hall, Greg Gordon, Sophie, Paris, la Diosa…Edgar. ¡Maldita sea! Ahora lo entiendo. Fue Edgar Scofield quien me tendió la trampa con su propia prima, Rosetta…Por eso estaba tan amable. Además, ¿cómo iba una Scofield a fijarse en mí? Yo solo me dejé llevar por los instintos primarios de todo hombre. No he hecho nada malo, porque a Paris solo le pertenezco como esclavo. No sé exactamente por qué Paris se puso de aquella forma. ¿Significa eso que le importo? ¿Que me quiere? Claro, como un hermano, lo dejó claro. ¿La quiero yo como algo más que eso?
Tanta pregunta me lleva a una simple conclusión: estoy creando una vida que no es la mía. Con Paris, con el fútbol, con el futuro. Y no debo olvidar que soy un esclavo, que tengo un número de identificación tatuado en la muñeca. Que dejaré de pertenecer a Paris. Que pronto volveré a la plantación de algodón de la que salí. Siento un escalofrío al pensar en la amenaza de Edgar, aunque no le tengo miedo a él. Sí que se lo tengo a sus esbirros, a los que pagará por buscarme. Necesito, más que nunca, la libertad que me prometió Paris para huir. Tengo que ser realista a partir de ya. De sueños e ilusiones no puedo vivir. Quiero mi libertad y la quiero ya. Quiero encontrar a mi madre en el tiempo y hallar las respuestas que necesito. Quiero tener mi propia vida, con mis elecciones y decisiones, para bien o para mal. No quiero depender de nadie nunca más.
—Siento mucho lo de anoche. No debí comportarme así. —Paris me asalta cuando estoy en el baño, mirando en el espejo cómo he cambiado. —Demasiados sentimientos y emociones que no supe controlar. Edgar no paraba de hacerme preguntas sobre Isaak Backer y por qué tenemos problemas con él. Para colmo, el maldito Backer ya me ha enviado su artículo.
—¿Qué haremos ahora? —Obvio sus disculpas. No pasa nada. Me preocupa más la angustia que transmite. —Si Isaak Backer indaga un poco…descubrirá que no eres periodista ni trabajas para el Nueva América Hoy.
—Edgar lo arreglará—Paris tiene la mirada perdida. —O al menos eso espero.
—Tu novio es un gilipollas, deberías saberlo ya. —Le suelto. —Y su familia aún más.
—Pero Rosetta Scofield Jones sí que te gustó, ¿no? —No sé en qué sentido lo pregunta.
—Me engañó y caí en su red, Paris. Lo admito. Culpable. Ahora, vayamos a lo importante. Quiero ser libre. Vayamos al pasado, cojamos tus libros y llévame con mi madre. Dame la libertad que me prometiste. —Me pongo serio.
—¿Dónde queda el deseo de acabar con la esclavitud? ¿Alcanzar la libertad para todos los esclavos de las Provincias? ¿Dónde queda la Diosa? ¿La Sacerdotisa? Lo que tenemos en común…
—A la mierda todo, Paris. Quiero tener la capacidad de decidir por mí mismo. Soy un esclavo y tendré que convertirme en transportista, ir a las desalinizadoras de las islas o volver a la plantación de Greg Gordon. ¡Ese es mi futuro si no hago nada! Por eso quiero que cumplamos nuestro trato inicial: yo te ayudo a terminar tu investigación y tú me echas un cable con la libertad y con mi madre. Es sencillo.
—¿Y después qué harás? ¿Dónde irás?
—Después…ya veré qué hago. Pero quiero decidirlo yo.
—Te necesito para completar mi proyecto—dice agachando la cabeza—y para darle sentido a mi vida. Sin ti, no sería seguidora de la Diosa ni habría visto la Historia desde la perspectiva en la que ahora la veo. Te necesito, Eric.
—No te dejarán publicar eso, te lo he dicho mil veces.
—Me da igual, pero sé que no lo acabaré sin ti. Aún tengo mucho que descifrar…
La agarro de la mano y bajamos las escaleras de dos en dos. El señor Stonecraft duerme plácidamente en el sofá, haciendo un descanso tras una nueva noche de arduo trabajo. Le despierto.
—Pon a funcionar tu dichosa máquina. Ya. —Le digo.
—¿Qué? Le queda los últimos retoques…No…
—Ahora mismo, señor Stonecraft. Tenemos que volver al Colapso y lo tenemos que hacer inmediatamente. —El padre mira a su hija, que asiente.
—No puedo aseguraros que las coordenadas y fechas coincidan y os lleven al lugar que queréis.
—Me dan igual los detalles. Haz que funcione, como sea.
Matt Stonecraft me obedece y se pone a ello mientras Paris y yo nos preparamos para el viaje. Mi única carga es una mochila vacía y una pistola de balas que llevo bajo el cinturón, bien escondida. Tardamos poco en bajar al sótano, que se encuentra más desordenado de lo que recordaba. Nos dirigimos a la pequeña tarima y nos encerramos tras el cristal. Matt, desde el centro de mando, teclea y teclea en distintos dispositivos informáticos. Le pone el reloj con la máquina del tiempo a Paris en la muñeca y se dedican una mirada cómplice.
—¿Estáis seguros? Es arriesgado.
—Completamente. —Digo yo, convencido.
—Acabemos con esto de una vez. —Suspira Paris, resignada, mientras el cristal se cierra sobre nosotros.
—Contenedores magnéticos activados—dice el señor Stonecraft desde su panel de control, mirando a tres pantallas distintas—inyección de electrones activada. Computadora principal en orden.