El tipo, que conoce a la Diosa, comienza a andar ligero, animándonos a seguirlo. Paris lo hace sin dudar. Yo tengo mis recelos, no me fío de él.
—¡Paris! —Abro mis brazos, buscando una explicación.
—¿Tienes una idea mejor? —Pregunta, muy seria.
Resoplo y entiendo que no la voy a hacer cambiar de opinión. Cuando aparece la Diosa, Paris la sigue a ciegas. Y en situaciones límite, como esta, quién no se agarra a un clavo ardiendo. Corro para alcanzar a Paris, que va tras ese hombre que camina un poco destartalado. Nos guía por la acera de la gran avenida de Monroe, donde las fachadas blancas y radiantes de las casas nos deslumbran. Llegamos a uno de los edificios grisáceos en ruinas y entramos a él por una abertura de los bloques de construcción, rotos y desgastados por el tiempo. Subimos unas escaleras que se pueden derrumbar en cualquier momento y nos lleva hasta una puerta metálica que da paso a un piso en penosas condiciones: no tiene suelo, solo arena y cemento uniformado, las paredes están a medio revestir y no hay ventanas sino huecos hacia el exterior. Aun así, la temperatura en el interior es mucho más agradable que fuera y es lo único que agradezco. Esto es una pocilga en toda regla y lo dice un esclavo que ha vivido en un barracón prácticamente toda su vida.
—Me llamo Paul, por cierto. —Comenta a la vez que nos pide que nos sentemos en un sofá sin cojines o en unas sillas que crujen de solo mirarlas. —¿Una cerveza? —Va a una habitación oscura y trae tres botellines de cristal. —No está fría, pero…No me miréis así, el agua se ha convertido en un capricho demasiado caro. Hace años que no llueve.
Cogemos las cervezas, nos sentamos en las sillas y le doy un trago largo porque tengo sed. Está caliente y hago una mueca.
—¿Conoce a la Diosa? —Pregunta Paris mientras Paul se tumba de manera incómoda en el sofá.
—La conozco. Ofrece seguridad e ilusión. La humanidad necesita eso más que nunca. En este mundo, devastado, solo existe una ley, la del más fuerte. Los débiles son eliminados por la propia naturaleza. La Diosa ha venido a eliminar esa crueldad, a imponer las leyes de la justicia y la igualdad.
—¿Dónde está ella? —Miro a Paris después de su pregunta. No sé si es muy buena interrogando.
—Aquí y allá, en todas partes y en ninguna a la vez, ya sabes.
—¿Y su enviada, la Sacerdotisa?
—Predicando por lo que queda de este país hundido.
—¿Te refieres al Colapso?
—¿A qué?
—¿Qué pasó con el mundo anterior? ¿Con el país del que hablas? ¿Los Estados Unidos de América?
—Ah, te refieres a las bombas. Pues la verdad es que no sé qué decirte, perdí la memoria ese día. La onda expansiva me lanzó contra una ventana y caí de un cuarto piso. Sobreviví de milagro.
—Pero, ¿qué sucedió? —Paris está constatando al fin la existencia de un mundo anterior al Colapso.
—Nadie sabe quién fue. Cayeron unas bombas que lo arrasaron todo: ciudades enormes quedaron borradas de los mapas y millones de personas murieron. Desde entonces, la gente solo busca sobrevivir un día más. Antes había futuro. Ya no.
—¿En qué año estamos? —Me entrometo y pregunto.
—¿Quién cuenta los años ya? ¿Qué importa eso? Lo realmente esencial aquí es el lado de quién estáis vosotros. De la Diosa y del mío o de Alecsander Reed. —No sé lo que quiere decir.
—¿No has dicho que en Monroe todos trabajan para el acalde? ¡Tú también! —Le digo.
—Da igual quién te dé las órdenes si tu lealtad corresponde a alguien más. Era eso que os decía del corazón y todas esas mierdas. Yo solo obedezco a la Diosa y a la Sacerdotisa.
—Nosotros creemos en la Diosa—Paris piensa en la Diosa y muestra cómo aparece el tatuaje en su muñeca—pero Alecsander tiene algo que nos pertenece y tenemos que recuperarlo. —¿Por qué dice eso Paris? Se está pasando con la sinceridad. Le pongo una mano en el hombro y le pido que se calle.
—De eso se trata—dice Paul—de recuperar lo vuestro, lo mío y lo que ha robado a todo el pueblo de Monroe. De recuperar lo que es nuestro y nos pertenece.
—¿Es lo que pretendes? ¿Derrocar a Alecsander para ponerte tú? —Le pregunto mientras confirmo que está loco y tiene aires de grandeza.
—Llevo años preparando la resistencia contra el alcalde de Monroe. ¡Y mañana voy a matar a ese capullo! —Se ríe a carcajadas. ¿Una revuelta? Le doy la mano a Paris, consciente de que una distracción así es lo que nos hace falta para recuperar el reloj y marcharnos de aquí.
—¿Con cuánta gente cuentas?
—Tengo a la Diosa de mi parte, chico. Estoy yo y, si os animáis, vosotros dos también.
¡Será malnacido! Me harto. Tiro el botellín de cerveza con fuerza al suelo, rompiéndose en mil cristales y esparciendo el líquido que quedaba. Cojo del cuello a Paul que, tumbado, no ofrece mucha resistencia.
—¡No juegues con nosotros! ¡No juegues conmigo!
Paris me abraza por la espalda y tira de mí, para que deje respirar a Paul. Un estruendo asola Monroe. Nos aproximamos los tres a la ventana, con precaución, para ver qué pasa. Decenas de vehículos de dos y cuatro ruedas neumáticas se dirigen hacia el centro del pueblo.