Cuando Arde el Silencio

Capítulo 2. Un lugar al que llamar hogar

La noche envolvía el barrio con un manto de sombras inquietantes, pero nada era más frío que el bloque gigante que supuestamente era nuestra casa.

— ¿Eh? Señora Greta… ¿estamos en el lugar correcto? — pregunté con incredulidad.

Mi suegra apretó los labios, sus ojos recorriendo la estructura con una mezcla de desprecio y resignación. — Claro. Sufrí mucho cuando lo vi. Lo recuerdo bien. La casa es moderna… está dentro de la caja.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Cielos. Felipe había comprado una de esas casas instantáneas, de esas que se ensamblan solas en cuestión de minutos, como un mueble metálico. Mientras las demás viviendas de la calle tenían techos inclinados, jardines descuidados y paredes con historias escritas en sus grietas, la nuestra era un cubo blanco, impersonal, como si alguien hubiera dejado caer un objeto de otro mundo en medio de la realidad.

— Esto nos traerá problemas — susurré, más para mí que para ella.

Fue entonces cuando escuchamos pasos acercándose con bolsas de supermercado crujiendo. — ¡Ah, ustedes son las nuevas vecinas!

Una voz femenina, cálida como el sol en un día de invierno, cortó la tensión. Me giré y allí estaba ella, una joven de sonrisa fácil, cabello rizado escapándose de su moño y ojos que brillaban con genuina curiosidad. Detrás, dos hombres cargaban las bolsas. No les presté mucha atención. Mi suegra la miró como si acabara de insultar su linaje. — Ella y mi hijo. Yo no.

La chica parpadeó, confundida. — Pero su hijo… ¿no está?

— Vendrá después — respondí yo, ajustándome inconscientemente el vestido, que ahora me parecía ridículo en este contexto. — Por ahora solo seré yo.

Sus ojos se iluminaron de pronto, como si hubiera descifrado un enigma. — ¿Acabas de casarte? — preguntó, señalando mi atuendo.

— Así es.

— ¡Vaya, excelente! — exclamó, y su entusiasmo era tan contagioso que, por un segundo, olvidé lo absurdo de la situación. — Yo vivo justo al lado. Somos tus vecinos, y ellos son mis hermanos.

Señaló a los dos hombres. El mayor asintió con educación, pero fue el menor quien me detuvo el corazón. En ese pequeño instante sucedió, nuestras miradas se encontraron y el mundo pareció ponerse en pausa.

El aire se espesó, cada latido de mi corazón resonó como un tambor en mis oídos. Sus ojos, verdes, intensos, como bosques bajo la lluvia, me atravesaron, desarmando cada pared que había construido en años de pragmatismo. Era como si algo en mi interior reconociera algo en él, como si una parte de mí que no sabía que estaba dormida se despertara de golpe, ahogándome en una marejada de deseo puro, inexplicable. Era como si hubiera hecho click.

Él no apartó la vista. No sonrió. No hizo ningún movimiento. Pero en ese silencio, en esa electricidad que parecía saltar entre nosotros, sentí algo que jamás, jamás, había sentido con Felipe, ni con ningún hombre en la vida. ¿Acaso esto es lo que llaman amor a primera vista? No puede ser, la solo mención de esa frase suena de por sí, ridícula.

La voz de la chica me devolvió a la realidad.

— Soy Valeria, por cierto. Y ellos son Daniel, mi hermano mayor, y Leonardo, mi hermano menor.

Leonardo. El nombre me golpeó como una revelación. Él, al escucharlo, finalmente bajó la mirada, pero no antes de que yo captara la misma conmoción en sus pupilas.

— Ximena — logré decir, aunque mi voz sonó ajena.

Mi suegra tosió, impaciente. — Estamos perdiendo el tiempo.

El silencio entre mi suegra y yo era más denso que la niebla que empezaba a levantarse del asfalto. Valeria, ajena a la tensión, seguía sonriendo mientras examinaba la enorme caja con curiosidad infantil.

— ¿Qué están haciendo solo mirando? — preguntó, inclinándose hacia adelante como si esperara que la estructura cobrara vida por arte de magia.

Yo respiré hondo, clavando las uñas en las palmas de las manos.

— No soy buena con la tecnología… y esta cosa… — señalé la caja con desconfianza, como si en cualquier momento pudiera transformarse en una bestia mecánica.

Valeria dio un paso al frente con sus ojos brillando con entusiasmo.

— ¡Ah, es una casa instantánea! — exclamó, como si fuera lo más emocionante. — Debes tener mucho dinero. ¿Por qué no la abres?

Me quedé mirándola. ¿En qué universo paralelo creía que esto era fácil para mí?

— No tengo idea de cómo usarla — admití, tratando de mantener la voz estable.

Y entonces, sin querer, mis ojos se desviaron hacia Leonardo.

Él estaba allí, quieto, como un fantasma en medio de la oscuridad. Sus estaban brazos cruzados y su postura tensa. Pero lo que me dejó sin aliento fue la forma en que sus ojos se posaron en mi vestido blanco. Una mirada cargada de algo que no pude descifrar, una especie de desilusión, curiosidad y anhelo.

¿Lo sintió también?

La voz de Valeria me arrancó de mis pensamientos.

— Yo sé cómo. ¿Quieres que te ayude?

— Por favor — respondí casi demasiado rápido, señalando la caja.

Valeria giró hacia sus hermanos. — Chicos, adelántense.

Los hombres asintieron en silencio. Daniel se alejó sin más, pero Leonardo… Leonardo se demoró.

Una fracción de segundo en la que nuestros ojos se encontraron de nuevo. Y esta vez, no hubo duda. Algo pasó entre nosotros. Algo eléctrico, prohibido, imposible. Algo que hizo que el aire a mi alrededor se volviera irrespirable. Y luego, con un último vistazo a mi vestido de novia, a ese símbolo de un compromiso que ahora sentía como una cadena, se dio la vuelta y desapareció en la penumbra.

Valeria no perdió tiempo. Con dedos ágiles, abrió un panel oculto en la caja y comenzó a teclear comandos.

— Estas casas vienen programadas desde fábrica, pero puedes modificarlas si quieres — explicó, mientras los motores empezaban a zumbar. — No sé cuál sea la configuración exacta, pero creo que tendrás una casa sencilla.

El espectáculo fue hipnótico. La estructura cobró vida, desplegándose como un origami gigante. Paredes que se levantaban solas, ventanas que se ajustaban automáticamente, un techo que se sellaba con un click satisfactorio. En menos de diez minutos, una casa perfectamente funcional y completamente estéril, se alzó frente a nosotras.




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