Cuando Arde el Silencio

Capítulo 4. El Cambio de un Esposo

Felipe se detuvo en medio de la sala, su respiración estaba agitada, los ojos escudriñando cada rincón como si las paredes mismas le ocultaran un secreto. Casi como si a él se le hubieran perdido las etiquetas, empezó a examinar toda la casa. Sus manos, antes firmes y seguras, ahora revolvían cajones, levantaban objetos sin cuidado, buscando algo que solo él parecía entender.

— ¿Qué diablos pasó? — La voz le estalló en el aire, áspera, cargada de furia. — ¿Qué hiciste con la casa?

Yo me quedé quieta, sintiendo el peso de su mirada acusadora. No era solo confusión lo que había en sus palabras, era rabia. Una rabia que no entendía.

— ¿Cómo sabría yo? Ni siquiera sabía usarla —, respondí, manteniendo la calma a duras penas, aunque el tono de mi voz empezaba a agrietarse. — ¡Apenas llegaste y es lo primero que preguntas! No sé a qué te refieres —. Crucé los brazos, clavando los talones en el suelo. No iba a dejarme intimidar.

Felipe hizo un gesto brusco, como si las palabras le quemaran. — Estaba programada para ser una mansión. ¿Por qué es esta… casitucha? — Escupió la última palabra con desprecio, como si el simple hecho de pronunciarla lo ofendiera.

Entonces, de pronto, algo hizo clic en mi mente. — Cielos… eso explica muchas cosas —, murmuré, más para mí que para él. Quizá Valeria cambió la programación original de la casa para adecuarla más al barrio. Por eso se me hacía extraño que no fuera tan ostentosa… Resulta que él sí la quería así.

Felipe no pareció escucharme. O si lo hizo, no le importó. Su rostro se torció en una mueca de disgusto. — ¡Me mudé a este horroroso vecindario por ti! ¡Y ahora tengo que vivir en esta… esta horrorosa casa!

No me dio tiempo de reaccionar. Las palabras salieron de mis labios antes de que pudiera detenerlas, impulsadas por una mezcla de indignación y algo más profundo, más hiriente, la decepción. — ¡Yo jamás te pedí que vinieras aquí! Lo hiciste por tu cuenta, y ahora ¿me reclamas?

Sentí el calor subiéndome por el cuello, la cólera apretándome el pecho. Felipe nunca me había hablado así. Nunca había levantado la voz, nunca había puesto esa mirada fría, como si de pronto yo fuera su enemiga. ¿Será que es de esos tipos que sacan su verdadera cara una vez que se casan? La sola idea me heló la sangre. Por un instante, todo quedó en silencio. Solo el eco de nuestras voces, el crujido de los pisos bajo sus pasos inquietos, y ese nudo en mi garganta que no me dejaba tragar. ¿En qué momento todo se torció así?

El silencio se había roto con el crujir de un florero que tiro de golpe. Felipe avanzó hacia mí con pasos cortantes, su sombra alargándose sobre las paredes como una amenaza. Antes de que pudiera reaccionar, su mano se cerró alrededor de mi camisa, tirándome hacia él con una fuerza que me hizo contener el aire.

— Todo fue comprado con mi dinero. ¿Y vas a objetar? — Las palabras salieron entre dientes apretados, su aliento caliente estaba contra mi rostro.

En la sala, los vecinos, Daniel, Leonardo y Valeria, se quedaron paralizados. Sus sonrisas de cortesía se desvanecieron al instante, reemplazadas por miradas de alerta. Daniel, siempre el más rápido para reaccionar, dio un paso adelante, con los músculos tensos bajo su camisa informal. Leonardo lo siguió, más cauteloso pero igualmente preparado. No hacía falta palabras para entender lo que pensaban ¿Deberíamos intervenir?

Felipe los notó entonces. Su cabeza giró hacia ellos, sus ojos estaban estrechándose en un destello de desconfianza.

— ¿Y estos quiénes son? — preguntó, sin soltarme.

Sentí el tejido de mi camisa arrugándose bajo sus dedos. Respiré hondo, forzando la calma que no sentía.

— Son los vecinos. Pasaron a saludar —, dije, manteniendo la voz firme pero neutral.

Su mirada recorrió la sala desordenada, vasos a medio tomar, el sofá corrido de su lugar, antes de clavarse de nuevo en mí. — ¿Saludar? ¿A esta hora? — El tono era ácido, cargado de una sospecha que no intentaba disimular.

Está buscando una excusa, pensé. Necesita un culpable para su rabia, y si no soy yo, serán ellos.

Pero yo había crecido entre gente difícil. Sabía que un hombre alterado era como un animal acorralado, si lo provocabas, mordía. Así que, con un movimiento calculado, me desprendí de su agarre, lo suficiente para poner espacio entre nosotros, pero sin desafío y me dirigí a los demás.

— Lamento que vean esto —, dije, sosteniendo la mirada de Valeria, cuyos ojos reflejaban una preocupación genuina. —Agradezco que vinieran, pero ya se pueden ir.

Hubo un segundo de hesitación. Daniel miró a Felipe, luego a mí, y finalmente asintió con una seriedad inusual. — Claro — murmuró, alzando una mano en señal de despedida.

Leonardo no dijo nada, pero su espalda se enderezó, como si estuviera listo para actuar si las cosas empeoraban. Valeria abrió la boca como para protestar, pero al final solo apretó los labios. No éramos más que desconocidos, después de todo. ¿Qué derecho tenían de meterse?

Uno a uno, salieron. La puerta se cerró con un clic discreto, dejándonos solos. El aire en la habitación se espesó. Felipe seguía allí, respirando entrecortado, los puños cerrados y abiertos en un ritmo nervioso. Yo me quedé quieta, midiendo la distancia entre nosotros, preguntándome cuánto había cambiado el hombre que, apenas unas horas atrás, en la ceremonia, me había susurrado “Eres lo único que quiero” entre risas y copas de champagne.

Ahora, ese mismo hombre me miraba como si yo le hubiera quitado algo.

La tensión en el aire comenzó a disiparse lentamente. Felipe respiró hondo, pasándose una mano por el rostro como si intentara borrar los rastros de su ira. Sin decir nada más, se dirigió hacia la habitación con pasos pesados y se dejó caer sobre la cama, rendido ante lo que parecía haber sido una resaca emocional más que física.

Por la tarde, el sol ya alto en el cielo se filtraba por las cortinas cuando finalmente se despertó. Me encontró en la cocina, preparando comida en silencio, y se acercó con paso cauteloso, como si temiera que el suelo fuera a romperse bajo sus pies.




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