Cuando Arde el Silencio

Capítulo 6. El Parque de los Suspiros

Valeria se levantó de un salto, arrojando su servilleta sobre la mesa con decisión.

— Bueno, ¡salgamos a dar un paseo al parque! Los del trabajo ya me estresaron lo suficiente por hoy — anunció, estirando los brazos hacia el cielo como si quisiera liberarse del peso de sus responsabilidades.

Leonardo la miró con una ceja levantada, sorprendido. — ¿Incluyéndome a mí? — preguntó, señalando su delantal con gesto dubitativo.

Valeria entrecerró los ojos, juguetona pero firme.

— Por supuesto que tú. Entre más, mejor — insistió, como si fuera la cosa más obvia del mundo.

Y así, sin más trámite, Leonardo se quitó el delantal, revelando una camisa sencilla que se ajustaba demasiado bien a sus hombros y nos siguió hacia la salida. Como dueño, podía darse el lujo de desaparecer cuando quisiera.

A pocas cuadras de la cafetería, descubrimos un parque que parecía salido de un cuento, extenso, verde y lleno de vida. Los rayos del sol se filtraban entre las hojas de los árboles, dibujando patrones sobre el sendero empedrado. A nuestro alrededor, el mundo seguía su curso, habían niños riendo mientras perseguían mariposas, parejas mayores caminando lentamente tomadas de la mano y grupos de amigos haciendo picnic sobre manteles a cuadros.

Valeria caminaba adelante, contagiándose de esa energía vibrante, hasta que su teléfono volvió a sonar.

— ¡Ugh! — gruñó, mirando la pantalla con frustración antes de levantar el dispositivo hacia su oído. — ¿Qué pasa ahora? — La conversación fue breve y terminó con un clic seco.

— Lo siento, Ximena… — murmuró con los hombros cayendo en una mueca de decepción. — Mi plan de escaparme se terminó. Tengo que regresar. — Por un momento, pareció luchar consigo misma, pero al final, el deber pudo más. Con un suspiro, se giró hacia su hermano y dejó caer las palabras que nos condenaron. — Leo, tienes que terminar de darle el recorrido. La dejo en tus manos. — Y sin más decir, con una simple frase, nos dejó solos por primera vez.

Mis dedos se aferraron inconscientemente al borde de mi blusa, como si pudieran contener el repentino vuelco de mi corazón. ¿Por qué latía así? ¿Por qué ahora? Cállate, cálmate, le ordené mentalmente, sintiendo el rubor subirme a las mejillas. Era ridículo. Absurdo. Inmaduro. Nosotros nunca nos habíamos quedado a solas, siempre conversábamos con Daniel o Valeria a nuestro alrededor, era menos preocupante de esa forma, pero ahora, como tentación del destino, el camino nos trajo a afrontar lo que habíamos evitado por mucho tiempo.

Leonardo, en cambio, parecía tranquilo.

— Sigamos el camino — sugirió, señalando hacia adelante con un gesto sereno.

Yo asentí y así fue como comenzamos a caminar, rodeados por el susurro de las hojas y el aroma a tierra

El sendero serpenteaba entre árboles centenarios, sus hojas filtrando la luz del atardecer en manchas doradas sobre el empedrado. Nuestros pasos marcaban un ritmo lento y sincronizado, como si ambos temiéramos llegar al final del camino.

Fue entonces cuando Leonardo rompió el hechizo. — Te ves hermosa hoy — dijo, sin preámbulos, como si las palabras se le hubieran escapado.

El aire entre nosotros se cargó de electricidad. ¿Cómo pretendía que me mantuviera serena con declaraciones así?

— Gracias — respondí, fingiendo calma —. Valeria me dijo que iríamos a un lugar especial... así que me esforcé un poco.

Su sonrisa entonces fue como el sol rompiendo entre nubes grises, tan familiar para mí ahora, tan extraña según sus hermanos. — Me alegra que el lugar especial haya sido el mío — confesó, y en su voz había un dejo de orgullo que me hizo sonreír a mi vez, contra toda lógica.

En ese momento, algo en la intimidad del parque vacío, me hizo bajar la guardia. Las palabras comenzaron a fluir como un río desbordado. Le conté sobre mi infancia solitaria, sobre los padres ausentes, sobre la sensación constante de no pertenecer a ningún lugar. Él escuchaba con una atención que cortaba la respiración, sus ojos oscuros estaban atrapando cada sílaba como si fueran tesoros.

Y cuando llegó su turno, su voz se llenó de una calidez que derretía el dolor. Me habló de la pérdida de sus padres, de cómo Daniel, siendo apenas un adolescente, se convirtió en el pilar de la familia. De las noches sin dormir montando la cafetería, no por sueño, sino por necesidad. Era un relato de resiliencia, de amor fraternal y de una fortaleza que admiraba profundamente.

Pero cuando abrí la boca para hablar del presente, las palabras se atascaron en mi garganta. ¿Cómo confesarle que mi matrimonio era una prisión adornada? ¿Cómo describir el peso del anillo en mi dedo cuando estaba a su lado? Sería cruel. Sería egoísta. Porque en otro mundo, en otra vida quizás, Leonardo habría sido esa alma gemela que el destino me negó. Y ahora, aquí, caminando a su lado mientras las sombras se alargaban, esa certeza dolía más que cualquier verdad.

Leonardo detuvo sus pasos al notar el cambio en mi expresión. Sus ojos, que siempre eran tan perceptivos, captaron la sombra que cruzó por mi rostro antes de que yo pudiera disimularla.

— Ximena — dijo, su voz estaba más suave que el viento — Sé que puede parecer apresurado, y que quizá todavía soy un extraño para ti... pero si hay algo que te inquieta, puedes decírmelo. — Hizo una pausa, buscando mis ojos con intensidad. —Estoy dispuesto a compartir tu carga, sea lo que sea.

Sus palabras cayeron sobre mí como lluvia en tierra árida, dulces y dolorosas a la vez. Quería hundirme en ellas, dejar que me arrastraran, confesarle cada miedo, cada insatisfacción... pero ¿a qué precio? Sería muy arriesgado.

— Mejor ya me voy a mi casa — corté en seco, mirando hacia cualquier lugar que no fuera su rostro — Se está haciendo tarde. — El mensaje era claro. No podemos seguir por este camino.

Leonardo entendió al instante. No insistió y no preguntó. Simplemente asintió con esa tristeza resignada que ya empezaba a conocer demasiado bien. — Te acompaño — ofreció, y aunque quise negarme, sabía que no lo haría.




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