La puerta chirrió levemente al cerrarse tras de mí, cortando el último hilo que me unía a la calma de afuera. El interior de la casa olía a cerrado, a tensión contenida.
Y allí estaba. Felipe, desplomado en el sillón, la silueta estaba recortada contra la luz mortecina de la lámpara. Sus dedos tamborileaban sobre el brazo del mueble con un ritmo irregular, traicionando la furia que hervía bajo su aparente calma.
— ¿Dónde estabas? — La pregunta cayó como un latigazo, cortante y cargada de veneno.
Me quedé quieta en el umbral, con los dedos aún entrelazados con las llaves.
— Salí a dar una vuelta — respondí, manteniendo la voz neutra.
Felipe se levantó con movimientos lentos, como un depredador hacia su presa.
— ¿Una vuelta? — Escupió la palabra como si le quemara la lengua. — Saliste desde el amanecer y ahora regresas con ese imbécil pegado a ti. ¿Acaso te revuelcas con él? — El aire se espesó. Mis manos se cerraron en puños involuntarios.
— Somos amigos. ¿Qué te pasa? ¿Y cómo sabes a qué hora salí?
Él avanzó hacia mí y con cada paso que daba me hacía retroceder.
— ¿Acaso eso importa? — Su voz subió de tono, agrietándose en los bordes. — ¡Contéstame! ¿Te está tocando ese bastardo?
Cuando mi espalda chocó contra la pared, supe que había cruzado una línea. Sus dedos se cerraron alrededor de mi cuello con una ferocidad animal, empujándome contra el yeso frío. El dolor fue instantáneo, punzante y sofocante, pero lo que más quemó fue el veneno en sus palabras.
— No me dejas que te toque... ¿Será porque le perteneces a ese imbécil? — Su aliento apestaba a alcohol. — La puta aquí eres tú.
Mis uñas se clavaron en sus antebrazos, buscando liberarme, pero fue inútil. Sólo cuando mis ojos comenzaron a nublarse, soltó su presa. Caí como trapo mojado al suelo, sobre la madera fría, tosiendo y jadeando. En ese instante, supe con terrible certeza, esto no era un matrimonio, era una sentencia de muerte. Felipe cada vez estaba más agresivo. Esto no estaba bien, me había casado don una farsa.
Ahora me estaba dando cuenta que, lo que una vez me había atraído de él, esa fuerza física, esos músculos esculpidos en el gimnasio, esa presencia imponente, ahora se volvía en mi contra. Cada golpe, cada agarre, era una prueba de que no había manera de vencerlo en su propio juego. Tenía todas las de perder.
— Cálmate, hablemos esto — logré decir entre jadeos, intentando ganar tiempo mientras activaba mi instinto de supervivencia.
Pero su risa fue tan fría, desprovista de humanidad. — ¿Que me calme? — Sus dedos se cerraron alrededor de mi muñeca como grilletes. — No hay puntos medios aquí, mi amor. O eres solo mía... o no eres de nadie.— Las palabras me atravesaron como flechas.
— Ahora vamos a hacer lo que debimos hacer desde un principio — anunció con voz ronca, arrastrándome hacia la habitación como si fuera una muñeca.
El golpe contra el colchón me dejó sin aire. Mientras se desabrochaba el cinturón con manos temblorosas de rabia, yo me debatía entre el pánico y la incredulidad. ¿Esto iba a pasar? ¿De verdad?
— Felipe, no hagas esto — supliqué, pero él ya no escuchaba.
Cuando intenté huir, me atrapó con facilidad, enrollando su corbata alrededor de mis muñecas hasta que la piel ardía.
— ¡Déjame! — grité, retorciéndome con fuerza.
Fue entonces que, en un acto desesperado, hundí los dientes en su oreja con toda la furia que llevaba dentro. El alarido que soltó retumbó en la habitación. El sabor a cobre inundó mi boca mientras él se tambaleaba, llevándose las manos a la herida.
No lo pensé dos veces. Corrí como si mi vida dependiera de ello, porque tal vez, así era, con las manos aún atadas, tropezando en la oscuridad del pasillo. Pero este hijo de su madre era más rápido. Logre salir de la casa y correr afuera, las calles estaban vacías, iluminadas solo por faroles que parecían burlarse de mi desesperación. Mis pies descalzos ardían contra el asfalto, pero no me detuve. Hasta que tropecé.
Maldita sea.
El impacto contra el suelo me dejó sin aliento. Antes de que pudiera levantarme, ya lo sentía encima, con su respiración agitada contra mi nuca.
— ¿Pensaste que podías escapar de mí? — susurró con voz cargada de odio.
Estaba a punto de continuar con su frenética idea absurda de tenerme, cuando, el sonido de una patrulla cortó la noche. Felipe se congeló. La preocupación inundo sus ojos y no dudó en salir corriendo de regreso a la casa. Por un segundo, creí que la patrulla me salvaría. Pero las luces rojas y azules pasaron de largo, sin detenerse. Para ellos, yo era solo otra sombra en la calle, una mendiga, una borracha, alguien invisible.
Y quizás era mejor así, porque denunciarlo significaría enfrentarme a su madre, a su influencia, a un sistema que seguramente estaría de su lado. No me quedó de otra que ir en la dirección opuesta. Agotada, me arrastré hasta un banco en el parque. El frío del metal se mezcló con el calor de mis lágrimas, allí, bajo las estrellas que no tenían respuesta para mí, tomé la única decisión que me quedaba.
Acabar con esto de una vez por todas.
El primer rayo de sol me encontró aún en el banco del parque, las muñecas inflamadas bajo la corbata que ahora parecía haberse fundido con mi piel. El frío de la madrugada se había instalado en mis huesos, y cada respiro dolía como si llevara horas conteniendo el llanto.
Fue entonces que escuché pasos acercándose. Las personas ya empezaban a salir tras la luz del día, sobre todo aquellos que se ejercitaban.
— ¿Ximena?— La voz me heló la sangre.
Levanté la vista y allí estaba Leonardo, con el torso cubierto de sudor, los músculos tensos por el ejercicio matutino y los ojos abiertos de par en par al verme en ese estado.
No. No podía ser.
Me incorporé de golpe, pero las palabras se ahogaron en mi garganta. Quise explicar, justificar, inventar algo... pero antes de que pudiera articular un sonido, las lágrimas brotaron sin control, arrastrando consigo los últimos vestigios de mi dignidad.