— ¡Leonar—!
El agua me cortó el grito, tragándose su voz. Para rematar mi mala suerte, las olas me voltearon, desorientándome. Por un segundo, solo sentí el frío y la oscuridad, el pánico estaba clavándose en mi pecho como el mar profundo. Aunque no paso mucho tiempo, unas manos fuertes me rodearon, levantándome desde las profundidades como si no pesara nada.
Emergí entre tos y jadeos, aferrándome a él como a un salvavidas. Sin darme cuenta, mis piernas se enredaron instintivamente alrededor de su cintura y mis brazos alrededor de su cuello. El contacto fue eléctrico.
Leonardo me sostenía con facilidad, desde esta perspectiva podía notar el agua chorreando por su pelo oscuro, sus ojos estaban buscando los míos tan intensamente, que me cortó la respiración.
— ¿Estás bien? — murmuró —. Te tengo.
Y vaya si me tenía.
Nuestros cuerpos estaban pegados, la sensación de cada curva mía moldeándose contra cada plano duro de él, era indescriptible. El roce de su piel bajo el agua salada era una tentación, una delicia prohibida que ninguno de los dos quería romper.
Con tantos sentimientos encontrados, podía sentir el latido de mi corazón contra el suyo, acelerado y salvaje.
— Quizá... necesite más clases — dije sin poder evitar sonreír, aunque el rubor me quemaba las mejillas.
Leonardo no respondió con palabras. Solo apretó ligeramente su cintura, tenía su mirada bajando por un instante a mis labios húmedos, antes de volver a encontrarse con mis ojos. Me estaba dejando un mensaje difícil de no entender.
El mar seguía moviéndose a nuestro alrededor, las risas de los demás sonaban a lo lejos, pero en ese instante, en sus brazos, solo existíamos nosotros dos. Trague en seco tratando de ignorar sus señales, él, mientras tanto, nadó hasta una parte solitaria detrás de una roca, el agua salada goteaba de mi cuerpo mientras retrocedía, un poco lamentable, para no avivar más el fuego, alejándome de él, de sus palabras, de esa verdad que ambos sabíamos pero que no podía ser dicha. El mar, antes cálido y acogedor, ahora parecía helado contra mi piel. Mis pies encontraron finalmente la arena firme, pero antes de que pudiera escapar, su mano se cerró alrededor de mi muñeca con una suavidad que me desarmó.
— Ximena... — Mi nombre en sus labios sonó como un suspiro ahogado por el viento, cargado de una tristeza que me atravesó el pecho. No me atreví a voltear. Si lo miraba, si encontraba esos ojos verdes llenos de todo lo que no podíamos tener, sabía que me derrumbaría.
— Quizá no tenga otra oportunidad — continuó —. Así que debo decirlo ahora.
El sonido de las olas rompiendo contra las rocas parecía burlarse de nosotros, recordándonos lo frágil que era este momento.
— Será mejor que nos detengamos aquí — corté, las palabras estaban saliéndome frías y duras, como piedras arrojadas al vacío —. Sabes que no está bien.
Sentí cómo su mano tembló levemente contra la mía, un estremecimiento casi imperceptible que, sin embargo, me quemó hasta el alma.
— No me importa — insistió, apretando mis dedos con más fuerza, como si temiera que me esfumaría si me soltaba —. Aun si no quieres hablarme, si te quieres alejar de mí... al menos déjame decirlo. No te pediré más nada. Solo escúchame, y luego puedes fingir que jamás lo oíste. — Su voz era áspera, urgente, como si llevara meses conteniendo esas palabras y ya no pudiera soportar su peso.
Pero yo no podía permitirlo. No ahora. No cuando cada paso que daba estaba premeditado, cada sonrisa forzada y cada mentira cuidadosamente tejida para asegurar mi libertad. Involucrarlo significaba ponerlo en peligro. Y eso... eso era algo que jamás me perdonaría.
No dije nada.
El silencio se convirtió en un grito invisible y brutal, que desgarraba la atmósfera entre nosotros como una daga ciega. Leonardo interpretó mi mutismo como una aceptación y, sin esperar más, rompió las cadenas que había contenido sus emociones durante tanto tiempo.
— Desde la primera vez que te vi… — su voz tembló, — sentí algo que no sabía nombrar. Como si fuéramos almas gemelas separadas en otra vida, condenadas a vagar incompletas hasta encontrarnos. Como si el vacío que me habitaba desde siempre, de pronto, hubiera sido llenado. Como si la pieza perdida de mi ser… fueras tú.
Sentí cómo su agarre, hasta entonces tenso y firme, se aflojaba. Era un llamado mudo, un ruego desesperado para que me volviera hacia él, para que le entregara aunque fuera una mirada. Pero no podía hacerlo. Sabía que si lo miraba, si me perdía en sus ojos, me quebraría de manera irremediable.
— Tuve que reprimir mis sentimientos — continuó, su voz estaba quebrada por una angustia apenas contenida —, porque eres una mujer casada. Y eso… eso me estaba matando lentamente.
Un latido sordo resonó en mis oídos, como tambores de guerra anticipando una catástrofe. Él no se detuvo. No podía detenerse.
— Pero mientras más te conocía… mientras más descubría tu esencia, más supe que eras tú. La única. La que siempre busqué sin saberlo. — Leonardo dejó escapar una risa breve y amarga —. Y no podía tenerte. Ni siquiera debía desearte. Pero lo más cruel para mí… lo más insoportable… fue verte desmoronarte en esa casa, cuando te estas consumiendo en silencio, y no poder hacer nada.
Una lágrima traidora se deslizó por mi mejilla, ardiente como lava viva. No supe si era el agua salada quemando mi piel o si eran sus palabras, afiladas y abrasadoras, las que me incendiaban por dentro.
Leonardo dio un paso más cerca. — He querido salvarte, sacarte de allí, ayudarte… pero tú no me dejas. Y ahora… ahora mi límite se está rompiendo. — Sonaba desesperado —. Solo quiero que me mires… que me digas que no sientes lo mismo. Solo así… solo así podré alejarme, podré evitar lo que temo ser capaz de hacer si esto continúa. Porque te amo.
Sus palabras eran flechas encendidas, atravesándome sin piedad, clavándose una a una en mi pecho. Sentí que el mundo entero se inclinaba, muy tembloroso, bajo el peso de su confesión.