Cuando Arde el Silencio

Capítulo 10. Tragedia Devuelta

Regresé a casa con una sonrisa dibujada en el rostro, ligera como un suspiro de primavera. En este momento, el regreso no me pesaba en los hombros como una cadena invisible. El miedo, ese compañero persistente que me recibía en la entrada, no estaba. Y además, estaba sola, al menos por un día más.

Pensé en aprovechar cada segundo de esa inesperada libertad, en saborear el silencio sin cadenas ni gritos, en permitirme ser yo antes de que Felipe regresara. Pero apenas crucé el umbral, el aire se tornó denso, como si una mano invisible me apretara el pecho. Un escalofrío reptó por mi espalda y allí lo vi.

Felipe estaba en la casa, en el sofá de la sala, esperándome como un cazador paciente. La expresión de su rostro era inconfundible: rígida, sombría y cargada de furia contenida.

No. No puede ser. Me aseguré de que nadie me viera. No había forma… ¿o sí?

Se levantó de golpe en cuanto nuestras miradas se cruzaron. Cada uno de sus movimientos desprendía violencia, como una tormenta a punto de estallar. Sin darme espacio para explicaciones, empezó a gritar.

— ¿Te sientes inconforme? — su voz era oscura —. ¿Acaso no te doy todo lo que necesitas? ¿Tienes siquiera el derecho de pensar en irte?

Sus palabras eran dagas arrojadas al azar, pero cada una daba en el blanco de mi miedo.

Mi instinto me gritó que corriera, que me alejara de allí y que huyera de la bestia en la que se había convertido. Me volví hacia la puerta, pero su sombra fue más rápida. Me alcanzó de un tirón brutal, y antes de que pudiera gritar, me lanzó contra el comedor. El borde de la mesa me golpeó en las costillas, arrancándome el aire en un jadeo agónico.

— Eres una maldita malagradecida — escupió con veneno en cada palabra mientras se acercaba, apretando unos papeles en su puño —. Te doy todo. ¡TODO!. ¿Y así es como me pagas?!!

Los papeles volaron hacia mí como hojas secas arrastradas por una ráfaga de ira. Cayendo al suelo, se esparcieron ante mí como fragmentos de mi desgracia. Mis ojos, empañados por el dolor, distinguieron el encabezado: Demanda de divorcio.

Un puño de hielo me apretó el corazón.

Carajo.

Había hablado con el abogado, sí. Había pedido que preparara los documentos... como un escudo, como una amenaza silenciosa para evitar ser encerrada o llevada lejos. Pero le dije que no los procesara aún. No creí que se adelantara a este momento y no creí que las cosas se precipitaran de esta forma.

Ahora, todo era un desastre. El peor momento. El peor.

Felipe se agachó lentamente hasta estar a mi altura, su aliento estaba tan mezclado de rabia y desesperación que me golpeó el rostro. Sus ojos eran dos brasas de odio.

— ¿Pensaste que podrías librarte de mí tan fácil? — dijo con su voz ronca —. Ni lo sueñes. De aquí te sacan en un cajón.

Cada palabra caía y me quebraba poco a poco. Luego, como si necesitara coronar su humillación, soltó, con un desprecio que me atravesó como cuchillas. — ¿O crees que no lo sé todo ya? ¿Crees que no sé que ya tienes a ese estúpido revoloteando cerca? — se rió con una carcajada seca, carente de humor —. Además, no solo me estás acabando aquí… — se incorporó lentamente, como un verdugo — también mi empresa está arruinada.

No entendía de qué estaba hablando.

La empresa…

Sí, allí estaba reuniendo pruebas, piezas sueltas de un rompecabezas oscuro que algún día usaría para chantajearlo y poder escapar de esa prisión que él llamaba “hogar”. Pero no había hecho nada aún. No le había dicho a nadie, ni siquiera a mí misma en voz alta. Todo esto era el resultado de su propia ineptitud, de sus malas decisiones, de la corrupción que tanto se empeñaba en ocultar bajo esa fachada de éxito.

Y aun así… me culpaba a mí.

¿Pero acaso me creería si intentaba explicarlo? Por supuesto que no.

La respuesta se reflejaba en sus ojos, ya me había condenado sin escuchar una sola palabra de mis labios. Para él, yo era la culpable y nada de lo que dijera lo haría cambiar de opinión. Además… la demanda era real. Estaba allí, como una traición silenciosa clavada en su orgullo.

¿Cómo podía escapar ahora? ¿Cómo salir de esto con mi cuerpo y mi alma aún enteros?

No tuve tiempo de encontrar una respuesta antes de que su sombra volviera a cubrirlo todo. Felipe levantó la mano con la misma facilidad con la que uno apaga la luz de una habitación. Pero esta vez, mis reflejos, afilados por el miedo, me hicieron esquivar el golpe con la rapidez de alguien que ha vivido demasiadas veces esta escena. Debía huir y sobrevivir.

Pero no llegué lejos. Sus manos, siempre frías, me atraparon por el cabello con la fuerza de un cazador alzando a su presa antes del golpe final. Sentí cómo un ardor intenso me recorrió el cuero cabelludo, pero no dejé que el dolor me silenciara.

— ¡Felipe, ya basta! — escupí entre dientes, con la voz temblorosa pero firme —. Si me haces algo, la policía no te dejará libre.

Por un instante, sus ojos se entrecerraron con curiosidad, era la primera vez que me atrevía a amenazarlo, la primera vez que rompía el papel de víctima sumisa que tanto se esforzó por escribirme. Pero en lugar de retroceder, se rió, con una carcajada seca, sin rastro de humanidad. — ¿De verdad crees que no tengo suficiente influencia para librarme de cualquier cosa? — murmuró —. Te estás volviendo rebelde… Creo que la que debería estar encerrada eres tú.

Y entonces, sin un ápice de vacilación, me arrojó contra el espejo de la pared. El cristal estalló en mil fragmentos, como si reflejara la ruptura de todo lo que alguna vez fui. Lentamente, caí entre los trozos, sintiendo cómo las astillas se clavaban en mi piel, cortando, rasgando y dejando pequeñas heridas que ardían tanto como sus palabras. La sangre comenzó a brotar, mezclándose con el reflejo roto de mi propio rostro.

Felipe me observó desde arriba. —Te admiro, ¿sabes? Lograr que mi empresa vaya a la bancarrota no es una tarea fácil. —Su mirada brillaba de rabia contenida —. Ahora me vas a decir qué hiciste… y vas a arreglarlo.




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