La calefacción apenas funcionaba, y el invierno se colaba por los ventanales con descaro. Judith llegó a casa envuelta en una bufanda que apenas le cubría la nariz.
El sonido de las llaves al caer sobre la mesa fue más fuerte de lo necesario. Siempre lo era. Le gustaba que su llegada a esa casa vacía hiciera ruido. Era una forma torpe de decir: existo, llegué, sigo aquí.
Se quitó los zapatos en la entrada. Sentía los pies hinchados, el cuerpo rígido y una punzada sorda en la base del cuello. Llevaba la misma chaqueta desde hacía tres días, y el olor a tela húmeda ya se le había impregnado en la piel. Había llovido otra vez, como casi todas las tardes. Ese país no conocía los inviernos extremos, pero el frío era un huésped que se colaba sin permiso, húmedo, lento, silencioso.
Colgó su chaqueta mojada en el perchero y dejó caer su bolso en el sillón. La jornada en la tienda había sido larga y monótona. Clientes que discutían por tallas, niños corriendo entre los estantes, una supervisora con sonrisa falsa y exigencias absurdas. Nada fuera de lo normal.
En la cocina pequeña —si se le podía llamar cocina a ese rincón con una hornilla eléctrica y una repisa— preparó lo poco que quedaba en la refrigeradora: arroz recalentado con huevo frito. Comió de pie, mirando por la ventana como si esperara ver algo distinto. Pero ahí estaba lo de siempre: la ciudad apagada, los autos salpicando agua sucia sobre la vereda, una pareja discutiendo a lo lejos.
Después se duchó. El vapor llenó el diminuto baño y, por un momento, se sintió protegida. Cerró los ojos bajo el chorro tibio y deseó no salir nunca de ahí. El vapor de la ducha tibia fue lo único que logró relajar sus músculos.
Era la única parte del día en que su cuerpo le pertenecía. Afuera, en la tienda, entre la ropa y los clientes, no era más que una sombra útil. Un maniquí de carne que sonreía por obligación.
Al salir, se miró en el espejo. Su cabello negro, rizado y largo caía húmedo sobre sus hombros, pegándose a su piel morena clara. Las gotas resbalaban desde los rizos hasta su cuello, marcando el hueso delicado de su clavícula. Sus ojos rasgados, de un marrón profundo como chocolate caliente, estaban ligeramente enrojecidos, pero no de llorar, sino del cansancio acumulado. Los enmarcaban largas pestañas curvadas y unas cejas delgadas, al estilo de los noventa, que acentuaban la curva natural de su mirada soñadora. Tenía la nariz pequeña, un poco chata, y los labios carnosos, con esa forma curva que parecía esconder una sonrisa incluso en el silencio.
Su rostro era redondeado, con una quijada en punta que le daba un aire juvenil. A pesar del agotamiento, algo en ella aún brillaba: esa luz suave que tienen las personas bondadosas que han aprendido a resistir.
Se puso el pijama de siempre: camiseta grande, pantalón de algodón gastado. Se secó el cabello sin ganas y se dejó caer en la cama, cubriéndose con su colcha. El celular vibró. Videollamada de su madre.
—Hola, hija. ¿Cómo estás? —La voz venía desde una habitación iluminada por la luz cálida de una lámpara vieja. Al fondo, se escuchaba la televisión encendida.
—Cansada —respondió ella, forzando una sonrisa.
—¿Comiste? —preguntó su madre, con esa mezcla de ternura y autoridad que nunca se le había ido, ni siquiera desde la distancia.
—Sí... ¿y tú cómo te sientes hoy? ¿Y esa tos? —preguntó Judith con la voz baja, pero cargada de preocupación.
Su madre, que llevaba meses librando una dura batalla contra el cáncer, sonrió con dulzura desde el otro lado de la pantalla, como si con eso bastara para tranquilizarla.
—Mejor. Hoy dormí una siesta larga. Tu papá me preparó el jarabe con miel —dijo, como si fuera un gran logro.
Hablar con ella era una dosis dulce y dolorosa. Era saberse lejos, siempre. Era recordar por qué se había ido. Y por qué no podía volver. Se despidieron con promesas de hablar al día siguiente.
Apagó la pantalla y quedó sola otra vez. En su cuarto sin cuadros. En su cama de una plaza. En su silencio.
Se giró hacia la ventana. No había estrellas. Solo una nube pesada, gris, suspendida como un recuerdo. El frío se colaba bajo la colcha. Se acostó de lado, abrazando la almohada. Cerró los ojos y trató de concentrarse en su respiración. Poco a poco, el peso del día comenzó a disolverse.
Había algo en las noches que la desarmaba. No era solo el cansancio. Era la forma en que su mente empezaba a flotar sin permiso. A desear cosas que no podía nombrar. A imaginar otras vidas. Otros rostros. Otras versiones de sí misma.
En ese momento del día, cuando todo parecía calmarse, cuando ya no tenía que fingir que estaba bien, era cuando más vulnerable se sentía.
Su conciencia comenzaba a diluirse, como si su alma cruzara un umbral hacia otro lugar. Un espacio donde el mundo no dolía, donde no había tiendas, ni facturas, ni despedidas. Donde lo imposible se volvía real.
---
Había algo distinto en ese sueño. No era como los demás.
No se trataba solamente de la claridad con la que podía sentir el aire húmedo en su piel o el crujido de las hojas secas bajo sus pies. Era algo más profundo, una certeza extraña que se anidaba en su pecho: no era un sueño cualquiera. No sabía cómo había llegado allí, solo que llevaba tiempo caminando, descalza, por un bosque sumido en una neblina azulada, como si todo estuviera filtrado a través de un recuerdo.
Los árboles eran altos y antiguos, con ramas retorcidas que formaban arcos sobre su cabeza. Todo estaba bañado por una tenue luz plateada que no parecía provenir del cielo, sino del propio aire. Había silencio, pero no el tipo de silencio que asusta: era un silencio expectante, como si el mundo estuviera conteniendo la respiración.
Todo estaba cubierto por una neblina azulada, como si el aire estuviera lleno de secretos. No sabía exactamente cómo había llegado allí, ni cuánto tiempo llevaba caminando por ese bosque de árboles altísimos, con ramas tan densas que apenas dejaban pasar la luz de la luna. Pero no tenía miedo. Al contrario, algo dentro de ella sabía que debía estar ahí. Como si ese lugar la hubiese llamado desde lo más profundo de su inconsciente.