Cuando El Destino Se Equivoca

CAPÍTULO 09

Aaron

—¿Ves? —le dije en voz baja—. Mira toda esta gente… todos ellos vinieron por mí. Me querían.

—No empieces —murmuró ella, sin siquiera mirarme.

Antes de que pudiera responder, una mujer se acercó a nosotros como una tormenta: Marta. La recordaba bien.

—¡Linda! ¡Por Dios! —dijo, agarrándola del brazo—. Hiciste un drama porque Pablo estaba muerto y ahora está aquí ¡¿Qué locura es esa?!

Linda tragó saliva y puso cara de circunstancias.

—Fue… fue un accidente. Pero ya está mejor, ¿verdad, Pablo?

Me forzó una sonrisa. Asentí con torpeza.

—Oh, menos mal —dijo Marta, volviéndose hacia mí—. Pensé que habías pasado al otro lado. Aunque, si te soy sincera, este velorio está de lo más aburrido.

Linda la empujó sutilmente con el codo.

—Marta…

—¡No, en serio! —siguió, ignorándola—. Yo solo vine porque me obligaron. Todos vinimos por compromiso, nadie quería al jefe. Ese tipo era un ogro. Mandón, arrogante, inaguantable.

Cada palabra era una puñalada. Quise gritarle que se callara, que yo estaba ahí, que era ese tipo. Pero solo apreté los puños. Que hablen. Pronto sabrán la verdad.

Y entonces… los escuché.

Llanto.

Un llanto desgarrador, sincero, profundo. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Me alejé de Linda y de la lengua venenosa de Marta, siguiendo ese sonido como si fuera un faro en medio de la tormenta.

Sylvia.

Estaba en una de las salas, de pie frente al altar improvisado con mi foto enmarcada en negro. Su rostro estaba descompuesto. Sollozaba, con las manos en el pecho, como si se estuviera rompiendo por dentro.

Y Leo la abrazaba.

Se me detuvo el corazón. Mi mejor amigo, mi socio. Luego la tomó del brazo y la sacó del salón.

Los seguí con sigilo, pegado a las paredes, hasta verlos entrar en la cocina. Me quedé justo detrás del marco de la puerta, donde solo alcanzaba a escuchar sus voces.

—Syl, por favor… tienes que calmarte —dijo Leo con ternura.

—Es que no puedo… —susurró ella entre lágrimas—. No puedo creer que ya no esté. Que no lo voy a ver más.

Leo acarició su espalda.

—Yo estoy contigo. Para lo que necesites.

Entonces se hizo un silencio, y Leo salió de la cocina.

Apreté los dientes. Ella me amaba. Me dolía más de lo que estaba dispuesto a admitir. Por un segundo quise salir corriendo, abrazarla, decirle: Estoy aquí, Sylvia. No morí. Fue un error. Todo esto es una locura.

Pero en ese momento, otra voz se metió en la escena.

—¿No exageré, verdad?

Me congelé.

Era Sylvia.

—¿Qué? —respondió su amiga, sorprendida.

—Los llantos. ¿Estuvo bien? ¿Crees que lo creyeron?

—Ay, claro que sí. Se sintió súper real. Me dieron hasta ganas de llorar contigo.

—Perfecto —dijo Sylvia, secándose las lágrimas con una sonrisa satisfecha—. No podía arruinar mi actuación en mi propio funeral de mi prometido, ¿no?

Mi corazón cayó como piedra al suelo. Me alejé lentamente de la cocina, sin hacer ruido.

Fingió. Todo fue un espectáculo. Nunca me amó. Solo era la prometida del CEO. Yo tampoco la amaba pero al menos esperaba algo de cariño de su parte.

Caminé por la casa, en busca de Leo. Tenía que hablar con él. Alguien debía saber la verdad.

Entonces, un hombre mayor se me cruzó en el pasillo.

—¡Pablo! —me saludó con una gran sonrisa—. Qué bueno verte. Linda me contó sobre tu accidente. ¡Ya se te ve mejor! Oye, ya arreglé lo de tu despido. No te preocupes, estás de vuelta.

—Gracias… —dije incómodo—. ¿Perdón, tú eres…?

El hombre se rió a carcajadas.

—¡Igor! El jefe de mantenimiento. ¡Dios santo, sí que estabas mal! ¡Ni me recuerdas!

Reí con torpeza.

—Sí… la cabeza, ya sabes… me dio fuerte.

—Ya veo. Bueno, me alegra verte vivo. O algo así.

Me despedí de aquel hombre y caminéentre los invitados con la sensación de que cada paso me alejaba más de la ilusión. Las risas eran reales, sí, pero no por tristeza ni consuelo. Eran risas desinhibidas, copas en alto, bocados sabrosos. Nadie estaba llorando mi muerte.

Yo no era más que un brindis.

Un recuerdo vacío.

Un vino gratis.

Me detuve junto a un grupo de personas que se carcajeaban. Uno incluso hizo un chiste sobre la “maldición de ser jefe”, y cómo si no los matan los empleados, los mata el estrés. Reí por dentro. Nadie sabía lo cerca que habían estado de la verdad.

Fue entonces cuando vi a Leo. Subía las escaleras acompañado de un hombre uniformado. Un policía.

Mi corazón dio un vuelco.

Los seguí, pisando con suavidad, hasta que se metieron en mi habitación. La puerta no cerró del todo y pude quedarme en el pasillo, apenas asomando una oreja.

—Se lo digo como va —murmuró el policía—. Las marcas en el auto, el sabotaje del freno… no fue un accidente. Alguien quería ver muerto a Aarón Lancaster.

Mis manos se cerraron en puños. La sangre me hervía en las venas.

Leo bajó la cabeza y suspiró con furia.

—Tenía muchos enemigos. Socios, rivales, hasta ex empleados. Pero si alguien lo mató… quiero justicia. Él era mi hermano.

Leo…

Sentí que algo dentro de mí se quebraba. Todos los falsos abrazos, las lágrimas actuadas, las palabras vacías… y él. Él era el único que me lloraba de verdad.

Me escondí un poco esperando que el policía saliera y así explicarle a Leo lo que pasaba.

Pero entonces, un rostro conocido se cruzó en el pasillo.

No…

Era el mismo hombre que me había golpeado y electrocutado cuando intenté entrar a mi casa el día anterior. Me miró fijamente, sus ojos se entrecerraron. Me había reconocido.

No esperé a comprobarlo. Corrí escaleras abajo, tropezando con una bandeja, escuchando gritos de confusión. Y justo la vi: Linda.

—¡Ven! —grité, tomándola de la mano.

—¿Qué estás haciendo? ¡M

—¡Corre!

Salimos de la casa como un par de fugitivos, empujando a quien se cruzaba. Corrimos por la calle, sin mirar atrás, hasta que el silencio nos dio tregua y el peligro parecía lejano. Nos detuvimos bajo un árbol, donde las sombras cubrían nuestras respiraciones agitadas.




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