Mateo se arrepintió casi de inmediato de su invitación. Tener a Sofía tan cerca era una experiencia… intensa. El aroma a jazmín parecía haber cobrado vida propia, envolviéndolos en una nube dulce y embriagadora. Su energía, incluso en silencio mientras observaba el pergamino, era palpable, como una suave vibración en el aire. Él, por otro lado, se sentía inusualmente consciente de su propia rigidez, de la forma en que sus dedos sostenían la delicada hoja, de la cadencia monótona de su explicación.
—Ves estas pequeñas marcas aquí —dijo Mateo, señalando unos glifos intrincados con la punta de su pluma—. Por la disposición y la forma, podemos inferir que corresponden a un periodo tardío de la cultura Moche. Antes se pensaba que estos símbolos eran exclusivos de la fase temprana.
Sofía asintió con atención, sus ojos oscuros siguiendo el movimiento de la pluma. —Es como ser un detective, ¿no? Desentrañando misterios del pasado a través de pequeños detalles.
La comparación lo tomó por sorpresa. Nunca lo había visto de esa manera, tan… vívida. Para él, era un proceso metódico, una aplicación rigurosa de principios históricos y lingüísticos. Pero en la forma en que Sofía lo decía, había una chispa de aventura, de descubrimiento emocionante.
—Supongo que sí —murmuró Mateo, sintiéndose ligeramente descolocado.
—¿Y nunca te has imaginado cómo eran las personas que escribieron esto? —preguntó Sofía, su mirada ahora fija en los glifos como si pudiera ver a través del tiempo—. ¿Qué sentían? ¿Qué les preocupaba?
Mateo parpadeó. Rara vez pensaba en los escribas como individuos con emociones y preocupaciones. Para él, eran artífices anónimos, transmisores de información.
—Su función era principalmente registrar información, transacciones, eventos importantes… —respondió, sintiéndose un poco pedante.
Sofía sonrió suavemente. —Ya, pero detrás de cada registro hay una persona, ¿no crees? Alguien que amaba, que reía, que sufría…
Mateo se quedó en silencio por un momento, considerando sus palabras. Era una perspectiva… diferente. Una que nunca se había permitido explorar.
—Supongo que… es posible —concedió finalmente, sintiendo una ligera grieta en su armadura de lógica pura.
El timbre que anunciaba el inicio de la clase resonó por toda la biblioteca, rompiendo el tenue hechizo de su inusual interacción. Sofía se enderezó, recogiendo el bolso que había dejado caer a sus pies.
—Bueno, profesor —dijo con una sonrisa radiante que, inexplicablemente, hizo que algo se revolviera en el estómago de Mateo—, será mejor que vayamos. No querrá llegar tarde a su propia clase.
Mateo asintió, sintiéndose extrañamente vacío cuando el aroma a jazmín comenzó a disiparse mientras Sofía se dirigía hacia la puerta. Recogió sus notas, sintiendo el peso familiar de los pergaminos en sus manos. Pero la imagen de los ojos curiosos de Sofía y su pregunta inesperada persistían en su mente, como una nota discordante en una melodía cuidadosamente compuesta.
Durante la clase, Mateo se encontró divagando. Mientras explicaba la compleja estructura social de la civilización Maya, su mente volvía a la pregunta de Sofía. ¿Qué sentían esas personas? ¿Cuáles eran sus alegrías y sus penas? Nunca se había planteado la historia desde una perspectiva tan… humana.
Al finalizar la clase, mientras recogía sus papeles, sintió una presencia a su lado. Era Sofía.
—Profesor Mateo —dijo con su habitual tono alegre—. Tengo una pregunta sobre la lectura de esta semana.
Mateo se preparó mentalmente para una consulta académica estándar.
—Claro, ¿en qué puedo ayudarte?
Sofía dudó por un instante, mordiéndose ligeramente el labio inferior. Luego, sus ojos se encontraron con los de él, y Mateo notó un brillo diferente en ellos, algo más allá de la mera curiosidad intelectual.
—Me preguntaba si… ¿le gustaría tomar un café conmigo algún día? Para hablar más sobre… bueno, sobre historia, claro —añadió rápidamente, con un ligero rubor en sus mejillas.
Mateo se quedó paralizado por un instante. Un café. Con Sofía. La dueña del aroma a jazmín y las risas resonantes. La que había logrado perturbar la tranquila monotonía de sus lunes. La idea era… inesperada. Completamente fuera de su rutina. Y, para su sorpresa, una pequeña parte de él, una parte que había permanecido dormida durante mucho tiempo, sintió una punzada de… curiosidad.
—¿Un café? —repitió Mateo, sintiendo que su voz sonaba ligeramente ronca.
—Sí —respondió Sofía, su sonrisa ahora un poco nerviosa—. Si no está muy ocupado, claro. Entiendo que tiene muchos… pergaminos que descifrar.
Mateo miró sus manos, luego sus ojos brillantes. El aroma a jazmín aún flotaba sutilmente a su alrededor. Por primera vez desde que la había conocido, la idea de esa fragancia invadiendo su espacio no le pareció del todo desagradable.
—No… no estoy tan ocupado —dijo Mateo, sorprendiéndose a sí mismo con sus propias palabras—. Sí, me gustaría tomar un café. ¿Cuándo le parece bien?