El mensaje seguía brillando en la pantalla del celular como un faro inquietante en medio de la penumbra. Camila lo leía una y otra vez, como si sus ojos no pudieran soltarlo, como si su mente necesitara convencerse de que esas palabras eran reales. No podía evitar la punzada que le recorría el pecho, una mezcla de incredulidad, rabia contenida y, muy a su pesar, una curiosidad que crecía con cada segundo.
"Gracias por hacerme una pregunta real. Sigo esperando ese café. A veces, las mejores batallas empiezan con una buena conversación. —Elías"
El celular temblaba ligeramente en su mano, no por una nueva notificación, sino por el pulso que ahora no podía controlar. Era tarde. Afuera, la ciudad se acallaba bajo el peso del calor que la noche no lograba disipar. Desde su ventana, se escuchaban motores lejanos, ladridos intermitentes y el típico murmullo del barrio que se resistía al sueño. Pero en su habitación, todo parecía suspendido en el tiempo.
Se levantó de la cama y comenzó a caminar de un lado a otro, con pasos cortos, inseguros. Su cuarto no era grande, pero era suyo: estanterías llenas de libros subrayados, fotografías familiares sobre el escritorio, post-its con leyes, fechas y frases inspiradoras en las paredes. Un pequeño ventilador zumbaba sin mucha eficacia. Todo en ese espacio hablaba de esfuerzo, de lucha constante, de alguien que se había acostumbrado a vivir con lo justo y soñar con lo grande.
“¿Por qué me escribió?”, se preguntaba. No podía evitar sentir que el mensaje era más que una cortesía política. Había algo personal, casi íntimo, en su tono. Una invitación disfrazada de humildad, una provocación elegante. Pero, ¿por qué a ella? ¿Qué buscaba realmente?
Sus dedos temblaban al colocar el celular sobre el escritorio. Se obligó a concentrarse. Abrió su cuaderno de Derecho Penal, buscó la sección de “Teoría del delito” y trató de leer. No pudo. Las palabras se mezclaban con la imagen de su rostro, de su voz grave, de aquella sonrisa que parecía diseñada para seducir multitudes.
Se tiró de espaldas en la cama y cubrió su rostro con las manos. Sabía que ese mensaje era el inicio de algo. Y ese algo le daba miedo. Porque no estaba en sus planes. Porque podía costarle más de lo que imaginaba.
A la mañana siguiente, Leticia la esperaba en la esquina del campus con una botella de agua y una sonrisa cómplice.
—Mujer, te volviste viral —dijo, apenas Camila se acercó—. “La chica que le cantó las verdades a Duarte”. Hasta en TikTok estás.
—Qué vergüenza —murmuró Camila, ocultándose tras sus gafas oscuras.
—¿Vergüenza? ¡Eres una heroína! Pero dime la verdad… ¿te escribió?
Camila hizo una mueca.
—Sí.
Leticia la miró boquiabierta.
—¿Y qué te dijo?
—Que quería seguir la conversación… tomando un café.
Leticia soltó una carcajada.
—¡No! ¿Y tú qué le respondiste?
—Nada. Aún.
—Ay, amiga… eso no es un simple café. Eso es diplomacia con tentación.
Camila bufó.
—No seas ridícula.
—No lo soy. Ese tipo está acostumbrado a que lo adulen, y tú le diste en la frente sin pestañear. Obvio que le llamaste la atención.
—No quiero ser parte de su show.
—Entonces no lo seas. Pero míralo de esta forma: mientras tú piensas si tomarte el café, él ya te está viendo como algo más que una estudiante más. Y eso, en política, es poder.
Camila no respondió. Caminó en silencio por los pasillos de la universidad, saludando a conocidos que la miraban con respeto, algunos con admiración, otros con una mezcla de envidia y suspicacia. Las redes sociales habían hecho su trabajo: era imposible pasar desapercibida.
Esa noche, el apartamento modesto donde vivía con su familia se llenó del aroma a la cena que su madre cocinaba con amor casi sagrado. El televisor en la sala estaba sintonizado en el noticiero de las nueve. Y allí estaba él. Otra vez. Elías Duarte, sonriendo, saludando a obreros en una construcción, hablando con comerciantes en un mercado.
—Siempre en campaña —comentó su padre desde la mesa, sin dejar de mirar la pantalla—. Políticos al fin. Todos iguales.
Camila no dijo nada. Su madre le sirvió la cena con una sonrisa que decía “no te metas”. Su hermano menor, Julián, revolvía el plato mientras canturreaba una canción infantil. Era una noche como cualquier otra, y sin embargo, todo se sentía diferente.
—Tú fuiste la del video, ¿verdad? —preguntó su padre de pronto.
—Sí —respondió Camila, sin levantar la vista del plato.
Él asintió, como si eso confirmara algo que llevaba rumiando todo el día.
—No te dejes usar, Camila. La política es como un pantano. Si entras, tienes que saber nadar. Y tú… tú eres lista, pero honesta. Eso a veces no basta.
Camila lo miró. En sus palabras había dureza, pero también preocupación. De esas que los padres no saben cómo expresar sin sonar rudos.
—No me van a usar —dijo con firmeza.
—Más te vale.
Al otro lado de la ciudad, en un penthouse con vista al mar, Elías Duarte se servía un café solo. Era tarde. La ciudad se apagaba poco a poco, y él, lejos de dormir, repasaba una y otra vez el nombre de Camila Rivas en su mente.
—No responde aún —comentó a su asistente, Claudio Morel, que estaba sentado con una tablet en mano.
—No responder es una forma de respuesta, Elías. Tal vez te está evaluando.
—Me gusta eso —dijo Duarte con una sonrisa leve—. La mayoría se rinde con una foto. Ella no.
—Y eso es un problema. O una oportunidad. Depende de ti.
Elías se acercó a la ventana. El mar parecía en calma, pero él sabía que bajo la superficie todo estaba en movimiento. Como la política. Como ella.
—Mañana tengo una conferencia en la facultad de ingeniería, ¿verdad?
—Sí. ¿Quieres que ella reciba una invitación?
Elías sonrió, sin apartar la vista del horizonte.
—No. Si va, que sea por decisión propia. Las decisiones espontáneas revelan más que mil encuestas.