La mañana siguiente amaneció nublada, como si el clima supiera que algo estaba a punto de cambiar. Camila se despertó antes que el despertador, con los ojos clavados en el techo de su habitación, las sábanas aún enredadas en sus piernas y la mente atrapada en el mensaje de Elías. No había contestado. Lo había leído una y otra vez, como si esperara encontrar una intención oculta entre líneas. Pero no. El mensaje era tan directo como provocador.
El celular vibró. Esta vez no era Elías, sino Alba, su mejor amiga y compañera de batallas estudiantiles.
—¿Tú sabes que estás en todos los grupos de WhatsApp de la universidad? —fue lo primero que le dijo, sin saludar.
—¿Qué?
—Camila, ¡te volviste viral! Saliste en la televisión, en YouTube, en TikTok. ¡Hasta un meme te hicieron! Te pusieron “La valiente Rivas vs el galán de la política”.
Camila se dejó caer de nuevo sobre la cama. Lo último que quería era convertirse en un símbolo sin su consentimiento. Pero antes de que pudiera responder, su madre tocó la puerta.
—¿Mi niña? Está saliendo tu cara en el noticiero.
Bajó a la sala con pasos pesados. En la pantalla, el presentador hablaba con entusiasmo sobre el “valiente cuestionamiento de una joven estudiante de Derecho al candidato favorito”. Luego, como si fuese parte de una novela, colocaron el video editado: su pregunta, el rostro sereno de Elías, la invitación al café.
—¿Ese es el muchacho que quiere ser presidente? —preguntó su madre, con una ceja arqueada.
—Sí.
—Y tú le hablaste así... frente a todos.
—Tenía que hacerlo, mami. Alguien tenía que decirlo.
—Yo solo espero que eso no te traiga problemas —murmuró su madre, apagando el televisor—. Tú sabes cómo son los poderosos. Parecen simpáticos hasta que los contradices.
—Tranquila, no me voy a dejar envolver —dijo Camila, más para convencerse a sí misma que a su madre.
Pero el mensaje seguía ahí. En su bandeja. “Gracias por hacerme una pregunta real. Sigo esperando ese café. A veces, las mejores batallas empiezan con una buena conversación. —Elías”
Una parte de ella quería ignorarlo, enterrarlo bajo libros de Derecho Constitucional. Pero otra, más visceral, más curiosa, más humana… quería saber si era verdad. ¿De verdad quería conversar? ¿O solo jugaba a ser simpático para ganar puntos?
Esa noche, mientras intentaba escribir un ensayo que no avanzaba, volvió a abrir el mensaje. Dudó varios segundos. Y respondió:
“Si de verdad quieres hablar, que sea con las cartas sobre la mesa. Nada de cámaras. Nada de discursos. Solo verdad. ¿Te atreves?”
No pasaron cinco minutos antes de que llegara la respuesta.
“Dime cuándo y dónde.”
...
El encuentro fue acordado en un café discreto, cerca de la universidad, dos días después. Camila llegó primero. Estaba nerviosa, pero no lo admitiría ni bajo tortura. Vestía una blusa blanca sencilla, jeans, el cabello suelto, sin maquillaje. Quería dejar claro que no estaba ahí para impresionar.
Elías llegó puntual. Sin chofer. Sin seguridad. Solo. Eso ya decía algo.
Pidió un café negro. Ella, un té de jengibre. Se sentaron frente a frente, y durante los primeros minutos, no dijeron nada. El silencio era denso, pero no incómodo. Era como si ambos se estuvieran midiendo.
—Gracias por venir —dijo él primero.
—No lo hice por ti —respondió ella, casi por reflejo.
Elías sonrió.
—¿Siempre empiezas las conversaciones con un puñetazo?
—¿Prefieres que te lance flores?
—Prefiero la verdad. Aunque pique.
Se miraron. Y algo invisible se encendió. No era atracción inmediata, sino respeto tenso. Un reconocimiento mutuo de que el otro no era como esperaban.
Camila fue directa:
—¿Qué buscas, Duarte? ¿Un titular? ¿Una historia bonita que agregar a tu narrativa?
Él negó con la cabeza.
—Quiero entender. No el país desde las encuestas, sino desde quienes se hartaron del sistema. Como tú.
—¿Y crees que una conversación lo va a lograr?
—No. Pero puede ser un inicio.
Y conversaron. Sobre política, sobre desigualdad,.Elías habló de su adolescencia en una escuela pública antes de que su padre llegara al poder. Ambos compartieron más de lo que esperaban.
Dos horas después, salieron del café sin haberse tocado, sin siquiera un gesto ambiguo. Pero sabían que algo había comenzado. Un puente, precario, pero real.
...
Esa noche, en su casa, Camila se encerró en su habitación. Sus hermanas menores golpeaban la puerta queriendo contarle chismes del día. Su madre le dejaba la cena caliente en la cocina. Pero ella solo pensaba en la conversación.
En cómo Elías la había mirado cuando ella habló de justicia real. En cómo no interrumpió. En cómo no intentó persuadirla. Solo escucharla.
El celular vibró otra vez.
“Gracias. Hoy aprendí más que en cinco reuniones de campaña. —E”
Ella no respondió. Pero esa noche durmió con una paz que no sentía desde hacía semanas.
Y mientras tanto, al otro lado de la ciudad, en la torre de cristal del comando de campaña, Elías Duarte subía a su azotea privada, sin guardaespaldas, y miraba las luces de la ciudad. Se preguntó qué pasaría si se dejaba llevar por esa honestidad. Si construía algo fuera de guion.
Porque, por primera vez, una conversación no le había hecho ganar votos. Le había hecho sentir vivo.