La rutina en el aula 3B se había asentado en una tensa normalidad. Yo intentaba ignorarlo, concentrarme en las explicaciones de los profesores, pero era como tratar de no escuchar un mosquito zumbando cerca de tu oído. Su presencia era constante, un recordatorio silencioso de nuestra inicial hostilidad. Sin embargo, algo estaba empezando a cambiar dentro de mí, algo que no entendía y que me hacía sentir incómodo.
A veces, mientras él estaba absorto en sus dibujos, mi mirada se desviaba hacia él sin que me diera cuenta. Observaba la forma en que su cabello oscuro caía sobre su frente cuando se inclinaba, la manera en que sus labios se movían ligeramente, como si estuviera murmurando para sí mismo. Incluso sus "migas de concentración" ya no me parecían tan repulsivas. Eran… parte de él.
Un día, en clase de biología, la profesora pidió que nos juntáramos en parejas para observar unas muestras en el microscopio. Mi estómago dio un vuelco cuando vi que él era el único que quedaba sin pareja. Dudé por un instante, sintiendo el calor subirme a las mejillas.
La profesora nos miró a ambos con una sonrisa amable.
—Alejandro, Edison, ¿les importaría trabajar juntos? Así nadie se queda solo.
No pude evitarlo. Una pequeña y extraña sensación, parecida a un cosquilleo nervioso, recorrió mi cuerpo.
—No… no hay problema —dije, tratando de que mi voz sonara lo más neutral posible.
Él levantó la vista, y por primera vez en mucho tiempo, su mirada no contenía desdén. Había algo diferente, quizás sorpresa, quizás… ¿curiosidad?
Nos acercamos a una de las mesas con microscopios. El silencio entre nosotros era palpable, pero ya no era tan cargado de hostilidad como antes. Era más… expectante.
Mientras ajustaba la lente del microscopio, nuestras manos rozaron. Fue un contacto fugaz, pero la sensación me dejó paralizado por un instante. Su piel era suave, ligeramente fría. Aparté la mano rápidamente, sintiendo cómo el calor en mis mejillas aumentaba. Él no pareció notarlo o, al menos, no dijo nada.
Observamos la muestra en silencio, cada uno mirando por un ocular diferente. Por un momento, estuvimos unidos por esa pequeña ventana al mundo microscópico, ajenos a nuestras diferencias.
En otro momento, durante la clase de arte, la profesora nos pidió que dibujáramos un bodegón. Yo, con mi habitual falta de talento artístico, estaba luchando con la perspectiva de una simple manzana. Lo vi de reojo, con su lápiz moviéndose con una fluidez asombrosa, creando sombras y luces con una facilidad que me resultaba envidiable.
Sin pensarlo, dejé mi torpe intento de manzana a un lado y lo observé dibujar. Estaba tan concentrado que no se dio cuenta de mi mirada. Había una delicadeza en sus movimientos, una pasión silenciosa que nunca hubiera imaginado.
De repente, levantó la vista y me pilló observándolo. Sentí que mi corazón daba un vuelco. Aparté la mirada rápidamente, fingiendo interés en mi borrador.
—¿Necesitas ayuda con la perspectiva? —preguntó, su voz sorprendentemente suave.
Tartamudeé una respuesta negativa, sintiendo cómo mis orejas se calentaban. ¿Por qué me ofrecía ayuda? ¿Desde cuándo era tan… amable?
A partir de ese día, las pequeñas interacciones entre nosotros comenzaron a cambiar sutilmente. Ya no eran solo intercambios de sarcasmo y miradas frías. A veces, cuando la profesora hacía una pregunta difícil, nuestras miradas se cruzaban brevemente, compartiendo una моментальная comprensión o una ligera burla. A veces, sin querer, nuestros hombros se rozaban al pasar por el pasillo, y ya no había una reacción inmediata de repulsión, sino una especie de… conciencia.
Empecé a notar pequeños detalles que antes pasaba por alto: la forma en que sonreía levemente cuando leía algo que le gustaba, el pequeño tic que tenía en el ojo cuando estaba particularmente concentrado, la manera en que se mordía el labio inferior cuando estaba frustrado con un dibujo.
Me preguntaba qué pensaba, qué sentía. Detrás de esa fachada de chico distante y sarcástico, ¿qué había? Una curiosidad que antes no existía comenzaba a florecer en mi interior, una curiosidad que se sentía peligrosamente parecida a… algo más. Algo que me asustaba y me confundía al mismo tiempo.
La idea de que pudiera sentir algo por él era absurda. Éramos polos opuestos, nos habíamos detestado desde el primer momento. Pero entonces, ¿por qué mi corazón latía más rápido cuando su mirada se cruzaba con la mía? ¿Por qué esa extraña calidez se extendía por mi pecho cuando me hablaba, aunque fuera para criticar mi "maleducación"?
No tenía respuestas. Solo una creciente confusión y un cosquilleo persistente cada vez que lo tenía cerca. El territorio de nuestro pupitre compartido ya no era solo un espacio físico, sino un lugar donde una extraña y nueva dinámica estaba comenzando a tomar forma, una dinámica que me hacía sentir terriblemente vulnerable y, a la vez, inexplicablemente… vivo.