El sábado por la tarde llegó más rápido de lo que esperaba. Había pasado los días anteriores en un estado de nerviosismo contenido, repasando mentalmente posibles temas de conversación y preguntándome una y otra vez si había tomado la decisión correcta al aceptar su invitación. ¿Qué sabía yo de arte? ¿Y qué esperaba él de mí?
Cuando lo vi esperándome en la entrada del museo, vestido con una chaqueta vaquera que le daba un aire sorprendentemente informal, sentí un vuelco en el estómago. Se veía… diferente fuera del ambiente escolar, más relajado, menos a la defensiva.
—Hola —dijo, y su sonrisa fue más abierta y genuina que las que me había ofrecido en el aula.
—Hola —respondí, sintiéndome un poco torpe bajo su mirada.
Entramos al museo, un espacio amplio y luminoso lleno de lienzos coloridos y esculturas abstractas. Caminamos en silencio al principio, observando las obras con una distancia respetuosa. Para ser sincero, la mayoría de las pinturas me parecían… interesantes, supongo, pero no entendía realmente qué era lo que tanto le atraía a él.
Noté cómo sus ojos se iluminaban al detenerse frente a un cuadro en particular, uno con pinceladas gruesas y colores vibrantes. Se quedó en silencio durante un largo rato, absorto en la obra.
—¿Qué te gusta de esto? —me atreví a preguntar finalmente.
Él se giró hacia mí, y por un momento dudé si se molestaría por mi pregunta. Pero su expresión era tranquila, casi contemplativa.
—La forma en que usa el color. La energía que transmite. Siento como si pudiera meterme dentro del cuadro.
Intenté ver lo que él veía, pero mi perspectiva era diferente. Aun así, su entusiasmo era contagioso. Empezó a explicarme algunos detalles técnicos, la forma en que el artista había utilizado la luz y la sombra, la composición de la obra. Escuché atentamente, sorprendido por su conocimiento y su pasión.
A medida que avanzábamos por las salas, nuestra conversación se hizo más fluida. Hablábamos sobre los artistas que nos gustaban (descubrí que teníamos algunos gustos musicales sorprendentemente similares), sobre nuestros libros favoritos, incluso sobre nuestras frustraciones con algunas de las clases del instituto.
Descubrí que detrás de su fachada de chico distante había una mente curiosa y sensible, llena de ideas y opiniones interesantes. También noté sus pequeños gestos: cómo se mordía el labio cuando estaba pensando, cómo sus ojos brillaban cuando hablaba de algo que le apasionaba, cómo su sonrisa se ensanchaba ligeramente cuando yo decía algo que le hacía gracia.
En un momento dado, nos detuvimos frente a una escultura abstracta que a mí me pareció un amasijo de metal sin sentido. Él se rió al ver mi expresión de confusión.
—Lo sé, parece un poco raro. Pero mira la forma en que las líneas interactúan, el espacio negativo que crea…
Empezó a explicarme su perspectiva, y aunque seguía sin estar completamente convencido de la belleza de la escultura, aprecié su intento de compartir su visión conmigo.
Mientras estábamos sentados en un banco en una sala menos concurrida, contemplando una pared llena de retratos, un silencio cómodo se instaló entre nosotros. Sentía su mirada de reojo, y cuando giré la cabeza, nuestros ojos se encontraron. Hubo un instante, un breve lapso de tiempo suspendido, en el que sentí una conexión palpable entre nosotros, algo que iba más allá de la simple cortesía o la curiosidad inicial.
Sus ojos oscuros parecían contener una calidez que nunca antes había notado. Mi corazón comenzó a latir más rápido, y sentí un rubor sutil en mis mejillas. Aparté la mirada rápidamente, sintiéndome un poco avergonzado por la intensidad de ese momento.
Él carraspeó suavemente y desvió la mirada hacia los retratos.
—Me gusta cómo capturan la esencia de la persona —dijo en voz baja—. La mirada, la expresión… puedes intuir algo de su historia.
—Sí —respondí, tratando de que mi voz sonara normal—. Es como si pudieran hablar sin decir una palabra.
Volvimos a quedarnos en silencio, pero esta vez era un silencio diferente, un silencio cargado de una comprensión tácita. Sentía su cercanía física, el calor de su cuerpo a mi lado. La tensión inicial de nuestra relación se había disipado por completo, reemplazada por una sensación suave y… agradable.
Al salir del museo, el sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rosas. Caminamos un tramo en silencio, lado a lado, nuestros hombros rozándose ligeramente de vez en cuando. Ya no me apartaba. De hecho, esa pequeña conexión física me producía una sensación extraña pero placentera.
—Gracias por invitarme —dije finalmente, rompiendo el silencio.
Él me miró y sonrió, una sonrisa que llegaba a sus ojos.
—Gracias a ti por venir. Me lo pasé bien.
Yo también me lo había pasado bien. Mucho mejor de lo que jamás hubiera imaginado. Y en ese momento, mientras lo miraba bajo la luz dorada del atardecer, una осознание clara y sorprendente me golpeó. Ya no solo sentía curiosidad por él. Lo que sentía era algo más profundo, algo que me asustaba y me emocionaba a partes iguales.
Por su parte, noté un brillo especial en sus ojos cuando me miró, una suavidad en su expresión que no había visto antes. Quizás, solo quizás, él también estaba empezando a sentir algo parecido. La hostilidad inicial se había transformado en una silenciosa y creciente conexión, un sentimiento que florecía entre lienzos y confidencias susurradas, un sentimiento que ambos estábamos empezando a reconocer, aunque aún no nos atreviéramos a nombrar.