Después de la exposición, la atmósfera entre nosotros había cambiado de forma palpable. Había una ligereza en nuestras interacciones, una comodidad que antes era impensable. Seguíamos siendo nosotros mismos, con nuestros sarcasmos ocasionales y nuestras peculiaridades, pero ahora había una capa subyacente de… algo más.
Unos días después, mientras estábamos en el aula, él me preguntó en voz baja si quería ir a su casa después de clases. Dijo que quería mostrarme algunos de sus dibujos, los que no solía llevar al instituto. Sentí un vuelco en el estómago ante la invitación, una mezcla de anticipación y nerviosismo.
Acepté con una sonrisa que espero no pareciera demasiado ansiosa. Caminamos juntos hasta su casa, que resultó ser un lugar tranquilo y lleno de luz, con paredes cubiertas de estanterías repletas de libros y, por supuesto, montones de sus dibujos apilados por todas partes.
Me mostró sus cuadernos, llenos de intrincados diseños, retratos llenos de vida y paisajes oníricos. Me explicó sus técnicas, sus inspiraciones, y por primera vez sentí que me estaba mostrando una parte muy íntima de sí mismo. Su pasión era contagiosa, y me encontré admirando no solo su talento, sino también la vulnerabilidad que implicaba compartirlo conmigo.
Pasamos horas hablando, escuchando música y simplemente disfrutando de la compañía del otro. Había una calma entre nosotros, una sensación de entendimiento silencioso que nunca había experimentado con nadie más. Me sentía increíblemente cómodo en su espacio, como si una parte de mí siempre hubiera pertenecido allí.
En un momento dado, estábamos sentados en el suelo de su habitación, apoyados en su cama, escuchando una canción suave. Él se giró hacia mí, y su mirada era intensa, llena de una emoción que reflejaba la mía. Mi corazón comenzó a latir más rápido.
Nos acercamos lentamente, nuestros ojos fijos los unos en los otros. Sentía su aliento cálido en mi rostro. Mi mano se alzó sin que me diera cuenta y acarició suavemente su mejilla. Su piel era suave bajo mis dedos.
Él cerró los ojos por un instante, y luego los abrió de nuevo, su mirada llena de una dulzura que me hizo temblar. Nos besamos. Fue un beso lento, tierno al principio, lleno de una curiosidad y un anhelo que ambos habíamos estado reprimiendo. A medida que el beso se profundizaba, sentí una oleada de calor recorrer mi cuerpo.
Nos separamos lentamente, nuestras frentes juntas. Su respiración era agitada, igual que la mía. Nos miramos en silencio, con una comprensión tácita de lo que estaba a punto de suceder entre nosotros.
Él acarició mi mano, entrelazando nuestros dedos. La sensación de su tacto me envió escalofríos. Nos acercamos de nuevo, listos para explorar esa nueva intimidad que había florecido entre nuestra inicial hostilidad.
Justo en ese momento, se escuchó un golpe fuerte en la puerta de la entrada, seguido de una voz femenina aguda.
—¡Edison! ¡Ya llegué! ¿Estás en casa?
Ambos nos sobresaltamos y nos separamos rápidamente, con los rostros sonrojados y la respiración entrecortada. La voz se acercaba, resonando por el pasillo.
—¡Edison! ¿Con quién estás?
Él suspiró con frustración y se levantó rápidamente.
—Es mi hermana, Clara. No sabía que iba a volver tan pronto.
Mi corazón latía con fuerza, una mezcla de decepción e incomodidad. Me levanté también, sintiéndome torpe y avergonzado.
La puerta de la habitación se abrió y una chica de unos dieciséis años, con una mirada curiosa e inquisitiva, nos observó a ambos. Sus ojos se posaron en nuestros rostros sonrojados y luego se entrecerraron con una sonrisa pícara.
—Oh, vaya. ¿Interrumpo algo? —preguntó, con un tono divertido.
Él suspiró de nuevo, pasando una mano por su cabello.
—No, Clara. Solo estábamos… viendo unos dibujos. Este es Alejandro, un compañero de clase.
Clara me dirigió una mirada escrutinadora, todavía con esa sonrisa juguetona en los labios.
—Hola, Alejandro. Es un placer. Edison no suele traer amigos a casa. Debe ser especial.
Sentí que mis mejillas se encendían aún más. Él le lanzó una mirada de advertencia a su hermana.
—Clara, por favor…
—Está bien, está bien —dijo ella, levantando las manos en señal de rendición—. Solo decía la verdad. Bueno, los dejo seguir con sus… dibujos.
Nos guiñó un ojo antes de desaparecer por el pasillo, dejándonos a los dos en un silencio incómodo y cargado de la interrupción. La magia del momento se había roto, reemplazada por la repentina llegada de la realidad.
Él me miró con una expresión de disculpa.
—Lo siento. No esperaba que volviera ahora.
—No importa —mentí a medias, aunque una punzada de decepción persistía.
La atmósfera había cambiado. La intimidad que habíamos estado a punto de compartir se había esfumado, dejando en su lugar una sensación de incomodidad y una pregunta tácita sobre qué haríamos a continuación. La llegada inesperada de su hermana había actuado como un abrupto corte en una película, dejándonos a ambos suspendidos en un limbo de emociones no resueltas.