Cuando me dices te quiero

Prólogo

Tus brazos rodean mi cintura y tu cabeza descansa en mi pecho mientras lágrimas silenciosas caen por tus mejillas empapando mi camiseta. Conmigo estarás segura, quiero decir, pero callo, callo por ti. Mis manos descansan en tus hombros, acarician confianzudas la piel expuesta, los lunares marcados, el pequeño tatuaje que te empeñas en cubrir con el cabello dorado que cae sobre él. Te sientes tan suave, te sientes tan pura.

Beso tu cabeza y me miras. Tus grandes ojos verdes como las hojas del árbol que nos cubre reflejan una tristeza que me desarma, pero vuelvo a fingir, hago como que no me importa aunque por dentro esté muriendo junto a ti. El silencio muta, tus sollozos resuenan a coro con el cantar de los pájaros. Veo en cámara lenta como tu rostro se contrae en angustia, mas vuelves a esconderlo, encierras tu cuerpo mientras liberas tu alma en cada alarido de dolor.

—Te llevaré a casa —susurro tomando tus manos, desenredándolas de mi cintura. Tú desvías la mirada hacia tus pies en cuanto me sueltas, sonrojada como sueles estarlo cuando me descubras mirándote, de seguro avergonzada por el arranque de emociones que él te provocó y que te hizo correr a mis brazos.

—Él me encontrará allí.

Exhalo fuerte mientras secas tu llanto. Deseo recorrer tu rostro con mis manos, pero me contengo, no debería aprovecharme de tu evidente vulnerabilidad.

—Ven, vámonos —insisto. No quiero armar un espectáculo fuera de la facultad.

—Pero...

—Camina, Valery —confía en mí, quiero decir—. Sólo sígueme.

Caminamos juntos hasta la motocicleta. Por un momento tu inusual silencio me desconcierta, pero no pasa más de un munito cuando vuelves a hablar.

—Nunca me habías llamado por mi nombre —dices, con esa voz infantil que te caracteriza. Te miro de reojo, mas no digo nada, ¿con qué fin?—. ¿Iremos en la moto?

—Pues, sí, ¿esperabas un carruaje, princesa? —cuestiono brusco, volviendo a lo que ambos conocemos. Te tiendo el casco negro antes de que puedas decir algo, tú pasas la mirada de este hasta mis ojos, como si la decisión que estás a punto de tomar fuese de vida o muerte. Y tal vez lo sea.

—Claro que no —respondes aceptándolo y poniéndolo sobre tu cabeza—, sólo que nunca he montado en una de estas, ¿es seguro? Ay, diosito, mi madre me mataría si me viera justo ahora.

Lo ajusto bien mientras muerdes tu labio, como si estuvieras nerviosa. Reprimo una sonrisa ante eso y la capacidad que tienes para cambiar de ánimo en un abrir y cerrar de ojos. Tan calma y tan tempestad.

—Si te sujetas bien, es muy seguro. Ahora deja de hablar y sube detrás de mí.

Conduzco por las calles casi vacías con la sensación de tus brazos rodeándome por segunda vez en un día. Jamás pensé que eso sucedería, o que me gustaría sentirte tan cerca. Pero aquí estás, sorprendiéndome de nuevo. Tu cabeza descansa en mi espalda, tu cuerpo se relaja notoriamente tras los primeros gritos que soltaste cuando recién puse en marcha el motor. Cuando llegamos a la zona donde las casas no son tan pulcras, levantas la cabeza, estás tan pegada a mí que puedo percibir cada uno de tus movimientos.

—¿A dónde vamos? —cuestionas al detenernos en una intersección.

—Me sorprende que no preguntaras antes.

—¿Vas a violarme, matarme y tirarme a un barranco por llenar tu camiseta de lágrimas y mocos? —cuando miro hacia atrás veo como dejas que tu labio inferior sobresalga. Te ves hermosa así, con mi casco puesto, con los ojos brillantes por el llanto, con los mechones dorados revueltos por el viento, tan rebelde y pura al mismo tiempo.

—Una propuesta tentadora, princesita, pero tendremos que dejarla para otra ocasión.

Ambos reímos. Joder, que bella risa tienes. Ya me había quedado prendado viéndote reír, pero ser yo el causante es distinto. Y no debería ser distinto.

Estaciono fuera de la casa que en algún momento fue blanca pero que ahora es más bien gris. Veo como observas todo, desde la cerca de madera rota hasta el césped reseco que hace ver el recinto tan viejo y depresivo. Un suspiro pesado brota de mi garganta antes de que ambos bajemos de la moto. Tú, con confianza, caminas hacia la entrada, poseedora del lugar, mas te detengo antes de que atravieces la cerca, volteas, me miras como si no supieras lo que sucede, y desearía que eso se quedara así por más tiempo, pero ya estamos aquí, ya no hay otra salida.

—Tengo que pedirte un favor —te digo. Frunces el ceño, me miras confundida con los labios sellados y la cabeza ladeada—. Sólo... no juzgues.

Tus gestos se suavizan, ver la compasión en tus ojos me hace emprender rumbo. No necesito eso de ti.

—Ezra —oigo que murmuras a mi espalda cuando estamos a centímetros de la puerta principal, justo sobre el segundo escalón del empolvado pórtico. Me quedo quieto, ni siquiera volteo cuando vuelves a hablar—, jamás te juzgaría.

Y quiero creerte, pero ya lo hiciste cuando nos conocimos, ¿o a caso soy tan insignificante para ti que ni siquiera lo recuerdas? La verdad yo tampoco debería acordarme, sólo es algo que está en mi mente y que repaso en ciertos momentos de soledad, nada alarmante. O eso es lo que me digo...




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