Cierro la puerta de mi apartamento y me quedo inmóvil en la entrada. El silencio me recibe como un viejo conocido, pero hoy se siente diferente, casi acusatorio. La ciudad sigue despierta tras mis ventanas—bocinas que suenan a lo lejos, luces de apartamentos vecinos que parpadean, la vida que continúa su curso implacable—mientras que algo dentro de mí se ha desajustado completamente.
Me quito la chaqueta aún húmeda por la lluvia y la arrojo sobre el sofá. Debería colgarla, lo sé, pero mi mente está en otro lugar. Específicamente, en un bar con luces tenues y en unos labios que sabían a whisky.
"Solo fue un beso", me digo en voz alta, como si pronunciarlo frente al espejo del recibidor pudiera convertirlo en una verdad intrascendente.
Camino hasta la cocina y me sirvo un vaso de agua que bebo de un solo trago. El líquido frío contrasta con el calor que todavía siento en la piel, como si sus manos hubieran dejado marcas invisibles por donde me tocaron.
Mi rutina. Necesito retomar mi rutina. Es tarde, pero puedo avanzar algo del libro antes de dormir. Mi editor espera el próximo capítulo para fin de mes y apenas he escrito la mitad. Sí, eso es exactamente lo que necesito: sumergirme en mi trabajo, en algo tangible y real.
Me dirijo a mi escritorio y enciendo la computadora. El documento de mi novela me da la bienvenida con su cursor parpadeante, esperando. Leo las últimas líneas que escribí hace dos días, intentando retomar el hilo de la historia. Pero las palabras se mezclan, se confunden. Cada frase que leo me trae fragmentos de nuestra conversación en el bar.
Cierro los ojos un momento y lo que veo es su mirada justo antes de besarme. Esa mezcla de determinación y vulnerabilidad que me desarmó por completo.
"Concéntrate, maldita sea", murmuro, forzándome a escribir algo. Lo que sea.
Mis dedos se mueven sobre el teclado, formando palabras que supuestamente describen el reencuentro de mis personajes principales después de años de separación. Pero cuando releo lo que he escrito, lo que encuentro es: "Sus ojos buscaron los míos entre la multitud, y en ese instante supe que el tiempo no había cambiado lo esencial. Que su mera presencia seguía alterando mi pulso, mi respiración, mi cordura."
No estoy escribiendo sobre mis personajes. Estoy escribiendo sobre nosotros.
Frustrado, borro el párrafo completo y me levanto bruscamente. Camino por el apartamento sin rumbo, como un animal enjaulado. Me detengo frente a la ventana. La lluvia ha arreciado, golpeando con fuerza contra el cristal. Las gotas dibujan caminos erráticos que se entrelazan, como nuestros dedos sobre la mesa del bar.
Me paso las manos por el pelo, exasperado. Esto no es lo que acordamos. Se suponía que sería un experimento, una forma de conocernos sin las cargas del pasado ni las expectativas del futuro. No debería estar aquí, incapaz de pensar en otra cosa que no sea el sabor de su boca.
Mi teléfono vibra en mi bolsillo. Un mensaje.
"¿Llegaste bien a casa?"
Tres simples palabras y mi corazón se acelera como si estuviera en plena carrera. ¿Desde cuándo me afecta tanto un mensaje de texto?
"Sí, gracias. ¿Y tú?", respondo, intentando sonar casual.
"Empapado, pero vivo. No puedo dormir."
Me siento en el borde de la cama, con el teléfono entre las manos. Sé exactamente a qué se refiere porque yo estoy igual. Con el pulso acelerado y la mente llena de imágenes que se repiten una y otra vez.
"Yo tampoco", escribo, y luego agrego: "Intento trabajar en mi libro."
La respuesta llega casi de inmediato: "¿Y funciona?"
Sonrío sin poder evitarlo. "Para nada."
Hay una pausa antes de que llegue su siguiente mensaje: "¿Te arrepientes?"
La pregunta queda flotando en la pantalla, exigiendo una honestidad que me asusta. Me levanto y vuelvo a la ventana. La ciudad nocturna se extiende ante mí, un mar de luces difuminadas por la lluvia. En algún lugar, entre todas esas luces, está él, esperando mi respuesta.
¿Me arrepiento? Debería. Todo en mi vida ha sido cuidadosamente planificado, estructurado para evitar precisamente este tipo de situación. Situaciones donde no tengo el control, donde mis emociones toman el mando.
Vuelvo a mirar el teléfono. Tres puntos me indican que está escribiendo algo más, pero luego desaparecen. Se ha arrepentido de preguntar o simplemente espera mi respuesta.
"No", escribo finalmente, y nunca una palabra tan corta me ha costado tanto.
Los tres puntos aparecen inmediatamente, pero luego se detienen de nuevo. Pasan varios minutos. La incertidumbre me carcome. ¿He dicho demasiado? ¿O muy poco?
Cuando estoy a punto de escribir algo más, cualquier cosa para romper este silencio virtual, su respuesta aparece: "Yo tampoco. Buenas noches, Dante."
Y ahí está mi nombre, ese que acordamos usar solo durante treinta días. Ese nombre que en sus labios suena como algo nuevo, como si nunca antes lo hubiera escuchado realmente.
Dejo el teléfono sobre la mesita de noche y me tiro en la cama completamente vestido. El techo de mi habitación se convierte en una pantalla donde proyecto una y otra vez los momentos de esta noche. La forma en que sus dedos acariciaron los míos. El calor de su cuerpo inclinándose hacia mí. La textura de sus labios.