Cuando Papá Volvió con el Divorcio

Un error permití, dos no

Nathan

Me paso la mano por el cabello mientras doy vueltas en la sala de estar. Charlotte está sentada en el sofá, con los brazos cruzados, el ceño fruncido y una expresión de impaciencia que no necesita palabras. Pero igual las dice.

—Nathan, no podemos seguir así. —su voz es firme, cortante, como un portazo en medio de la noche. —Llevamos un año juntos. Un año. —tengo en claro la fecha, no es necesario que me la recuerde. —¿Cuánto más tengo que esperar? —tiene razón.

Suspiro y me detengo frente a la ventana, mirando hacia afuera como si en la calle pudiera encontrar la respuesta que no sé dar. La tarde está gris, típica de este rincón de Inglaterra, y de alguna forma me parece apropiada para lo que está pasando.

—No es tan fácil, Charlotte. —digo, dándome la vuelta para enfrentarla.

Ella se ríe, una carcajada seca, amarga.

—¿No es tan fácil? ¿En serio? —hablo en serio, solo que ella no me entiende. —Solo tienes que firmar unos papeles, Nathan. —sé lo que tengo que hacer, no soy tonto. —Solo tienes que cerrar ese capítulo. ¿O es que sigues enamorado de ella? —me quedo en silencio por unos segundos.

Sus palabras me golpean más fuerte de lo que deberían. No sé qué responder. No estoy enamorado de Amelia. No en el sentido en que Charlotte lo imagina. Pero... Amelia nunca dejó de ser mi gran amor. Aunque la distancia, el tiempo y la vida misma nos separaran, siempre hay una parte de mí que la recuerda con una ternura que no he podido repetir con nadie más.

—Charlotte, entiéndelo —intento decir, acercándome. —No tengo idea de dónde está Amelia. No he sabido de ella en años. No sé si quiere verme, si siquiera quiere hablarme. —ella se levanta de un salto.

—¿Y qué importa? ¡Es tu esposa todavía! —grita, señalándome como si fuera un criminal. —¡Eso nos frena! Yo quiero una vida contigo. Una familia, hijos, un futuro. —yo no quiero hijos, no me imagino una vida atada a un niño. —¿Qué futuro puedo tener con un hombre casado con un fantasma? —levanta las manos al cielo.

Me llevo las manos al rostro. La cabeza me late, el corazón me pesa como una piedra. Tiene razón. Sin embargo, también sé que firmar ese divorcio no es solo firmar un papel. Es aceptar que todo aquello que soñé alguna vez con Amelia, ya no existe. Que nunca existió, tal vez.

—Charlotte, no es que no quiera estar contigo. —le digo, acercándome un paso, intentando calmarla. —Solo que esto... es más complicado para mí de lo que parece. —no encuentro la forma de explicarle lo que me pasa sin que me odie.

Ella se aparta, esquivando mi intento de tocarle la mano.

—¡Claro que es complicado! —espeta. —Porque no quieres soltarla. Porque en algún rincón de tu mente crees que ella sigue siendo tuya. ¡Despierta, Nathan! —jamás despertaré de ese sueño. Sigue siendo mi ilusión más bonita. —Si te hubiera amado, no te habría dejado ir. —porque me amaba es que me dejo ir. Es lo que Charlotte no entiende.

Sus palabras duelen. Más de lo que me atrevo a admitir.

—Tú no entiendes nada. —murmuro.

—¿Entonces explícame? —me reta, levantando la barbilla. —Dime por qué te aferras a una mujer que no quiere estar contigo. —es cierto que Amelia solo dijo "bueno" cuando me fui, no obstante, no significa que no me amara, ¿o sí?

Respiro hondo. El silencio pesa entre nosotros como una losa. Pienso en Amelia, en sus ojos brillantes, en su risa, en la forma en que solía mirarme como si yo fuera su lugar seguro. Pienso en la forma en que nos despedimos, apresurados, sin imaginar que sería para siempre.

—Porque... ella era todo lo que quería. —confieso, en voz baja, como si solo decirlo fuera una traición. —Porque cuando la perdí, sentí que también me perdía a mí mismo. —Charlotte aprieta los labios.

Sus ojos, que hace apenas unos minutos destilaban furia, ahora parecen heridos. Y de alguna manera, me siento el villano de esta historia también.

—No soy ella, Nathan. —dictamina, casi en un susurro. —No puedo competir con un recuerdo. —menos con un recuerdo como el de Amelia.

—No te pido que compitas. —respondo rápidamente. —Solo necesito tiempo. Necesito encontrarla, cerrar esa puerta bien antes de abrir otra contigo. —le doy una sonrisa amistosa.

Charlotte se ríe otra vez, esta vez con tristeza.

—¿Y cómo piensas hacerlo? ¿Publicando un anuncio? —no es mala idea. No, mejor no. Es una locura. —¿Poniendo carteles por todo Londres? "Se busca esposa perdida". —se mofa de mí.

La ironía en su voz me hace doler el pecho. Porque, en el fondo, sé que tiene razón. No tengo un plan. No sé siquiera por dónde empezar. Solo sé que no puedo seguir como si Amelia nunca hubiera existido. No puedo borrarla de mi historia.

—Déjame intentar encontrarla. —digo al fin, con una súplica en la voz que me avergüenza. —Déjame cerrar esto como se debe. —uno las manos a modo de súplica.

Charlotte me mira largo rato, midiendo mis palabras, mi expresión, mi alma, tal vez. Luego asiente, pero no con resignación, sino con una especie de advertencia silenciosa.

—Tienes un mes. —advierte, cruzándose de brazos. —Un mes para encontrarla, divorciarte y volver conmigo de verdad. Si no...

No termina la frase, pero no hace falta. Sé lo que está en juego. Sé que, si no resuelvo este pasado que me pesa, voy a perder también a Charlotte.

Asiento en silencio. Miro por la ventana otra vez, hacia el cielo encapotado. Y por primera vez en años, me pregunto dónde estará Amelia. Qué habrá sido de ella. Y si todavía pensará, aunque sea un poco, en mí.

(...)

Estoy sentado en el salón de la casa de mis padres, sintiendo cómo la incomodidad me atraviesa como una corriente eléctrica. Mamá, Margaret, me observa desde su butaca junto a la ventana, con una taza de té en las manos. Mi hermana menor, Emily, de veinte años, se balancea en una silla, limándose las uñas con expresión aburrida. Mi hermano mayor, William, se recuesta en el sofá, hojeando un periódico viejo.




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