Cuando Papá Volvió con el Divorcio

El pasado volvió

Amelia

Estoy en mi oficina, ordenando unas agendas de citas, cuando escucho el sonido de la campanilla de la puerta. No le presto demasiada atención. Es normal que las clientas entren y salgan durante el día. Aquí en la estética, todo fluye en un ritmo cálido, femenino, casi musical. Lily está en la sala principal, sentada en su rincón con revistas viejas y esmaltes infantiles que alguna de mis empleadas le ha dado. Sonrío al pensar en ella, en su risa contagiosa y en la forma en que cruza las piernas como si tuviera treinta años.

La puerta de mi oficina se entreabre. Es Grace, mi mejor amiga y confidente. Su rostro suele estar decorado con una sonrisa traviesa, pero esta vez está serio. Me frunzo el ceño.

—Amelia. —murmura con voz baja. —Hay un hombre que quiere verte. —arrugo el ceño, desconcertada.

—¿Un hombre? —repito, confundida. Los hombres no suelen visitar nuestra estética, al menos no solos. —¿Quién es? —Grace solo se encoge de hombros.

Pero algo en sus ojos me alerta. Hay una chispa de... sorpresa, o quizá desconcierto.

Dejo la agenda sobre el escritorio y camino hasta la entrada. Al girar por el pasillo, el tiempo se detiene. Todo se desvanece excepto él. Nathan. Está allí. Parado como una visión del pasado, vestido con un traje oscuro, impecable, el cabello ligeramente más corto que hace diez años. Mi corazón olvida cómo latir por un instante.

Lo observo de arriba abajo, como para asegurarme de que no es un sueño. ¡Es él! Mi mente se llena de mil preguntas: ¿por qué está aquí?, ¿qué quiere?, ¿cómo puede aparecerse después de tanto tiempo?

Nathan también me examina. Su ceño se frunce levemente mientras me escruta. Siento como si desnudara mis emociones, mis años de silencio, mi corazón escondido. Las clientas murmuran a mi alrededor, una de ellas susurra:

—¿Quién es ese apuesto hombre de traje?

Grace carraspea con intención. Yo también me obligo a reaccionar. Mis pies están pegados al suelo, pero mi razón me obliga a avanzar. Doy un paso hacia él, dispuesta a saludarlo, a decir algo que rompa esta tensión absurda.

Solo que él habla primero. Su voz, firme, como un disparo:

—Quiero el divorcio, Amelia. —suelta con firmeza.

Siento que el suelo se abre bajo mis pies. Mi respiración se detiene y no puedo articular palabra. El silencio se hace espeso, y en medio de ese abismo, él levanta una carpeta manila con varios papeles.

»Voy a casarme y necesito que firmes los papeles. —sigue con ese tono duro que no reconozco en él.

La carpeta en su mano se vuelve el símbolo de todo lo que se rompió entre nosotros. Mis pensamientos se arremolinan. Lo amo. Lo odio. No entiendo por qué ahora. No entiendo por qué aún me duele.

Podría gritarle. Podría decirle que me dejó cuando más lo necesitaba. Que mientras él se iba a recorrer el mundo en busca de aventuras, yo me quedaba criando a una niña que es su viva imagen. Podría decirle que cada cumpleaños de Lily, cada primer día de escuela, cada vez que ella se enfermaba y lloraba por un abrazo fuerte, yo pensaba en él. En Nathan.

Sin embargo, no digo nada.

¡Y cómo hacerlo!, si sus ojos ya no me miran con amor, sino con determinación. Ya no hay espacio para el pasado, solo para esa carpeta que parece pesar toneladas. Me recuerda que él ya no es mío. Que ama a otra mujer. Que pronto tendrá otra vida, una que no nos incluye.

Lo miro y siento un nudo en la garganta. Mi cuerpo quiere avanzar, abrazarlo, preguntarle si alguna vez pensó en mí. Pero mi razón grita que no. Que se fue y no miró atrás.

—Está bien. —susurro finalmente, con voz temblorosa. —Déjalo en la recepción. Lo revisaré. —dicto en el mismo tono que él.

Nathan asiente, no obstante su mirada se queda un momento más en la mía. Hay algo ahí, algo que no sé descifrar. ¿Curiosidad? ¿Culpa?

Grace se coloca a mi lado, como si supiera que puedo caer en cualquier momento. Me toca suavemente el brazo y susurra:

—Estoy aquí. —asiento, agradecida, y observo cómo él se aleja.

Cada paso suyo resuena como un eco del pasado. Un eco que trae de vuelta todo: el amor, la juventud, los sueños compartidos.

Cuando la puerta se cierra tras él, me doy cuenta de que el corazón me sigue latiendo rápido. Lo peor es que, a pesar de todo, sigo amándolo. Pero también sé que lo mejor para Lily es que él nunca sepa de su existencia. Porque ya tiene una vida, otra mujer, y su mundo está completo sin nosotras.

Ese divorcio será mi libertad. Y su condena. O tal vez al revés.

(...)

Lily está sentada frente a mí en el pequeño rincón del salón donde suele dibujar, con las piernas cruzadas y los ojos fijos en su cuaderno, pero no engaña a nadie. Me observa de reojo. Siento su mirada como si pudiera atravesarme.

—Mamá. —dice finalmente, dejando el lápiz a un lado. —¿Estás bien? —pregunta en tono preocupado.

Levanto la vista y finjo una sonrisa. Sé que no funcionará, pero lo intento.

—Claro, cielo. Solo estoy un poco... cansada. —miento, es muy pequeña para cargar con mis problemas.

Ella frunce el ceño, exactamente igual que lo hacía Nathan cuando algo no le cuadraba. Eso me da una punzada en el pecho.

—No es solo cansancio. Tienes esa cara de cuando algo anda mal. —insiste. —¿Te peleaste con Grace? —saco la inteligencia de su padre, no puedes mentirle con facilidad, aunque Nathan me creyó cuando lo deje vivir la vida que quería y que no me lastimaba su decisión.

—No, mi amor, no es eso. —respondo, apartando algunos papeles del mostrador para hacerme la ocupada. —Me duele un poco la cabeza, eso es todo. Mejor vamos a casa, ¿sí? —ofrezco, además ya es tarde.

Lily me observa en silencio durante un segundo largo, como si pudiera ver dentro de mi alma. Después asiente, sin convencerse del todo.

—Está bien. —se limita a decir, sabiendo que no le diré más.

Recogemos nuestras cosas. Las luces de la estética parpadean una última vez antes de apagarse. El sonido de la llave girando en la cerradura me parece más fuerte de lo habitual. Tal vez porque mis pensamientos hacen demasiado ruido.




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