Nathan
La campanita sobre la puerta suena cuando entro a la estética. Huele a esmalte, vainilla y algo más... como a hogar. Amelia no me vio entrar todavía, está atendiendo a una clienta en el fondo, así que me acerco con paso tranquilo hasta la pequeña mesa de manicura donde una niña de cabellos oscuros y mirada desafiante acomoda sus frascos como si fueran pociones mágicas.
Lily.
Es pequeña, sin embargo, su presencia llena el lugar. No necesita hablar para hacerse notar. Está completamente concentrada hasta que me ve. Me observa como si yo fuera un extraño sospechoso, con el ceño fruncido y la barbilla en alto.
—¿Qué haces aquí? —pregunta, sin molestarse en saludar.
—Vine a que me pinten las uñas. Escuché que hay una artista muy buena por aquí. —respondo, sonriéndole.
Ella entrecierra los ojos.
—¿Tú? ¿Un hombre con uñas pintadas? —al parecer es machista.
—¿Y por qué no? —replico, divertido.
—Porque eso es raro. —gruñe, cruzándose de brazos.
—¿Ves? Ahí está el problema. —la señalo con la punta de mi dedo. —La gente dice que es raro porque los hombres no se pintan las uñas, pero eso no significa que no puedan hacerlo. —me encojo de hombros.
—¿Y tú qué color quieres? —me lanza, desafiante.
Miro los frascos.
—Rosa. El rosa es el mejor color. —Lily se levanta de golpe, con una indignación que me resulta divertidísima.
—¡Eso es un estereotipo horrible! ¡El rosa no es el mejor color solo porque soy niña! —chilla, histérica. —El mejor es el celeste. El celeste es fuerte, bonito y no grita “soy débil” como el rosa. —hace comillas con sus pequeños dedos.
—¿El rosa grita “soy débil”? —me echo a reír. —El rosa es un color fuerte, intenso. Tiene personalidad. —me miro las uñas con interés.
—¡Eso es porque tú eres un adulto confundido! —responde, con toda la seriedad de una ministra. —Y además, lo usas solo porque crees que a mí me gusta. —sonríe de la lado con una maldad poca veces vista en una niña de su edad.
Me deja sin palabras. Se nota que ha heredado la inteligencia y el carácter de Amelia.
—Puede que tengas razón. —admito, alzando las manos en señal de rendición. —No obstante, aún así, quiero rosa. —farfullo, poniendo límites. Ella no me dirá que hacer ¿o sí?
Lily toma el frasco con una expresión entre divertida y escéptica. Se sienta frente a mí, pone mis manos sobre la mesa y empieza a trabajar.
—No te muevas. —me regaña de mala gana.
—Sí, señora. —respondo, reprimiendo una carcajada.
Desde el otro lado del salón, Amelia nos observa con una sonrisa suave. Está fingiendo que no escucha, aunque sé que cada palabra entre Lily y yo la atraviesa. No puedo evitar mirarla. Se ve hermosa, como siempre, aunque ahora hay un aire distinto en ella. Más sereno, más real.
Y entonces me golpea, como una piedra al pecho.
Diez años. Diez años de vida que no compartí con esta niña tan extraordinaria. Por correr detrás de mis sueños, por querer conquistar el mundo, por viajar sin destino ni responsabilidades. Fui egoísta. Deje sola a Amelia sin saberlo, pero eso no me exime.
Recuerdo aquella última vez. Sus ojos. Había algo en su mirada. Algo que me pedía que me quedara, que mirara más allá de sus palabras. Y yo… fui un idiota. Solo pensé en mí, en mis ganas de explorar, de vivir algo nuevo. Y ahora, esta niña frente a mí es la prueba de que lo nuevo y más importante siempre había estado aquí, esperándome.
—Estás llorando. —musita Lily, interrumpiendo mis pensamientos.
Parpadeo y me limpio la mejilla. No me di cuenta.
—Me metiste esmalte en el ojo. —miento descaradamente.
Ella sonríe de lado, como si supiera que estoy improvisando.
—Casi termino. —ignora mi broma. —No te muevas o va a quedar horrible. —suspira con pesar.
—Tú mandas. —digo, amando cada detalle físico que tiene mi hijita.
La observo mientras trabaja. Su concentración. Su forma de fruncir la nariz cuando algo no le gusta. Es maravillosa. Me siento estúpidamente orgulloso y, al mismo tiempo, devastado. No sabe quién soy. No sabe que el hombre al que le pinta las uñas es su padre.
Cuando termina, levanta mis manos como si fueran una obra de arte.
—Listo. Eres oficialmente un adulto que rompe los estereotipos. —siempre tiene una palabra para catalogar a alguien o algo.
—Gracias, profesora Lily. —se ríe.
Es un sonido contagioso, fresco. Me lo guardo en el alma. Amelia se acerca al fin, con los brazos cruzados y los ojos brillando de diversión.
—Nunca pensé verte con las uñas rosas, Nathan. —mira con sorpresa mis manos.
—Tampoco yo. —respondo, mostrándole las manos. —Pero al parecer, es el precio que uno paga por tener una buena conversación con una niña brillante. —tengo ganas de decir con "mi hija".
Ella suelta una carcajada. La sala se llena de su risa, y Lily la imita sin saber muy bien por qué.
—Ahora deberías salir con esas uñas por todo el centro. —dice Amelia, burlona.
—Si Lily me acompaña, lo haré. —es una indirecta a ambas, solo para saber si aceptan.
—Ni loca. —responde ella, entre risas.
Y así, entre colores, palabras y confesiones ocultas, me doy cuenta de que he vivido demasiado tiempo lejos de lo que realmente importa. Quizá el rosa no sea solo un color. Quizá es un recordatorio de que aún puedo hacer las cosas bien. Aunque haya empezado tarde.
(...)
No me esperaba que la mañana terminara así. Después de una taza de café tibio en un vasito plástico decorado con brillos, Lily se sienta frente a mí como si ya me conociera de toda la vida. Me habla de unicornios, de una clienta molesta que según ella “tenía las uñas feas por dentro”, y me explica con detalle por qué el glitter jamás debe ir en todas las uñas sino en una sola, “como corona de reina”.
Río más de lo que esperaba. Su manera de hablar, su carita tan expresiva, ese ceño fruncido cuando defiende sus ideas… es como verme en versión pequeña. Es mía. Lo siento. Cada fibra de mi cuerpo me grita que es mi hija.
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hija inesperada, divorcio y sorpresa, amor después de diez años
Editado: 15.06.2025