Cuando te enamores de mí

CAPÍTULO 1

LIANA

Sobredosis de belleza 

Si alguna vez has tenido un mini infarto, taquicardia, pérdida de la capacidad de describir algo con palabras, estupefacción, ansiedad, ganas de llorar, emoción a altos niveles y/o ganas de arrancarte los cabellos...

No, no es el efecto que causa tu crush en ti.

Se llama Síndrome de Florencia o estrés del viajero.

Y creo convertirme próximamente en otro caso que compruebe que esto realmente existe. ¿La causa? Procida.

Procida ha estado en mi lista de espera desde hace cinco años. Es una isla pequeña de Nápoles en Italia. Solo tiene un aproximado de diez mil habitantes, una de sus actividades principales es la pesca, casi no hay autos (según lo que sé), pero está llena de casitas multicolores, fiestas comunitarias cada semana y lo mejor de todo, es que el paisaje que ofrece es una sobredosis de belleza.

Sin duda, he elegido el destino perfecto para pasar mis días antes de ingresar a la universidad. No me arrepiento de haber dejado a Zoe con sus planes en Las Vegas. Creo que Procida es la mejor elección que pude haber tomado en mis diecisiete años de vida. Además de eso, tiene un plus y ese plus tiene nombre y apellido.

Theo Burckardt.

—Son veinte euros — me dice, el señor de la caseta. Acaba de interrumpir mis pensamientos.

Le entrego los billetes y camino hacia la subida de pasajeros para ingresar al ferry. Busco mi asiento como por cinco minutos, hasta que lo ubico al lado de una ventanilla. Arrastro mi maleta cerca a mis pies y estiro el cuerpo sobre el asiento de mi costado para ver si llegará alguien más.

Bueno, ¿qué estaba contando?

Ah, sí.

Theo.

Antes de eso mencionemos que me gusta pensar como si mi yo interior fuera un oyente.

Theo es mi niñero.

Bueno, lo fue por un tiempo.

No era uno bueno, debo confesar. Olvidaba siempre que debía ayudarme a hacer las tareas y lejano a eso encendía la televisión para ver películas de super héroes. Me contaba historias de terror en lugar de un cuento de hadas y me dejaba maquillarlo a mi antojo. El verde era su mejor color, le resaltaban sus hermosos ojos verdes. El rímel era la mejor parte porque siempre me cuestionaba el usarla o no. Siempre creí que era completamente innecesario en él. Theo tiene unas enormes y rizadas pestañas que son toda una envidia.

Bueno, espero que las siga teniendo...

Y en fin, también es el hijo de la mejor amiga de mi madre.

Creo que todas las chicas de mi secundaria mataban por mi cercanía con él, pero yo la detestaba.

Ya les explicaré el por qué.

—¿Eres el número ocho?

Me desconecto de mis pensamientos, levanto la mirada y encuentro el rostro confundido de alguien que no sabe ubicar su asiento.

—Sí —respondo.

—Vale, soy el nueve. Este es mi lugar.

El muchacho toma asiento abruptamente, tanto que cuando lo hace doy un pequeño salto en mi lugar.

Noto que tiene el cabello rubio hasta los hombros, una nariz alargada y respingona, lleva una camiseta con mangas cortas y se nota muy sofocado.

—El calor de me mata — agita el cuello de su camiseta y bota un poco de aire frío por la boca, luego voltea a mirarme y me... ¿sonríe?

Ajá, esto es a lo que llama mi padre un pejelagarto.

Giro mi rostro hacia en frente, me acomodo en el asiento e instintivamente me pego más a la ventanilla.

—Tranquila, no muerdo —dice y su voz se oye muy relajada, pero yo no puedo estarlo—. Al menos de que alguien me lo pida.

Trago saliva y miro hacia la ventanilla. Escucho su rasposa risa, ¿se está burlando de mí?

—Solo es una broma, disculpa — cierra los ojos y se muerde los labios, no parece muy arrepentido por lo que acaba de decir.

No digo nada, porque no quiero entrar en una conversación con alguien que no conozco, así que intento pensar en otra cosa.

En pocos minutos, de reojo, veo como se coloca sus auriculares y luego busca algo en el móvil. Seguido de eso, cierra los ojos. Esta vez me animo a mirarlo un poco más, así que giro un poco. Lo encuentro muy cómodo mientras tararea una canción, no puedo descifrar cuál es porque lo hace muy mal. Se muerde los labios e inclina la cabeza hacia un costado, hay una sonrisa lobuna en su rostro que no me gusta nada de nada.

Vuelvo mi atención a la ventanilla.

—Sé que estabas mirándome.

Mis mejillas se encienden, pero sigo sin decir nada.

—Mi nombre es Luca, ¿y el tuyo?

Frunzo el ceño.

—No hablo con desconocidos —pronuncio, pero al segundo me arrepiento por no haber buscado una mejor forma de evadirlo.

—¿Eso se sigue usando?

No digo nada más.

—Perdona, es que un viaje de cuarenta y cinco minutos en silencio es una tortura para mí. He conocido mucha gente desde que salí de Canadá, así que no planeo que seas la excepción.

De reojo, puedo ver como estira su mano hacia mí.

—Me presento otra vez, soy Luca, veinte años, viajero canadiense y mochilero de profesión.

Miro su rostro y luego su mano. No se ve como alguien a quien deba temer.

—Te juro que no voy a seguirte ni nada por el estilo. Hay tipos malos, pero no soy uno de ellos — retira su mano y me sonríe—. Adivinaré tu nombre — simula pensarlo unos segundos—. Tu nombre es Martina.

—No — pronuncio.

—Bueno, al menos eliminé un nombre de los miles que hay.

Giro y antes de eso, lo veo aun pensando en qué decir.

—¿Clarita?

No respondo.

—Esto no está funcionando.

—Qué bueno que lo hayas notado —digo.

Vuelvo a escuchar su risa. Él se acomoda en su asiento y saca algo de su equipaje. Aún de reojo veo que se trata de un libro. Lo ojea un poco y busca una página, cuando al parecer llega a la que busca, empieza a leer con mucha concentración.




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