Cuarenta Semanas

SEMANA 14

Dimitri

Apliqué de nuevo el algodón con alcohol sobre la herida e hice una mueca por culpa del dolor. Debería haberme acostumbrado después de haber curado la cicatriz durante tres veces al día en la última semana, sin embargo, seguía escociendo con cada roce. Tenía la nariz fracturada y los moretones de mis pómulos ya estaban desapareciendo.

Catherine no me dirigía la palabra.

Mi padre se enfureció tras conocer el incidente. Eso me causó más problemas.

Y Svetlana está aquí. Literalmente, en mi casa. No quería volver a verla después de todo lo sucedido en el club de lucha. Todavía recordaba el impulso que se apoderó de mí cuando Catherine estaba frente a mí, tan bonita pero indefensa. Esos labios sonrosados, la forma en la que sus párpados pestañeaban mientras observaban la habitación… La besé porque quería, más que eso, lo necesitaba. Esa chica estaba despertando sentimientos en mí que jamás había sentido. Y no sabía si me gustaba.

Mi prometida no se merecía pasar por esta mentira, pero mi padre jamás me permitiría cancelar el compromiso. Suspiré profundamente y limpié mis manos con agua y jabón antes de bajar al salón. Svetlana paseaba de un lado a otro mientras mordía su labio inferior. Desde que supe sus intenciones de quedar embarazada únicamente para acallar rumores, procuré evitarla.

Sí que asistí a las típicas cenas familiares con ella y mi padre, pero no ocurrió nada más.

—Estás horrible —musitó tan pronto como vio mi rostro.

—Nada que el tiempo no pueda curar. ¿Qué quieres, Svetlana?

Introduje las manos en los bolsillos de mi pantalón y alcé el mentón.

Supuse que su cambio de expresión derivó de mi actitud fría y distante. Sinceramente, ya no sentía lo mismo hacia ella. Si alguna vez llegué a quererla en estos últimos dos años, había desaparecido o nunca fue verdadero. Era cruel tener dichos pensamientos, pero no podía negarlos.

—¿Así es como me recibes? —balbuceó, dejando caer los brazos a ambos lados de su costado—. ¿Qué nos ha sucedido, Dimitri? Estaba dispuesta a venir aquí, arreglar todo entre nosotros y te encuentro de esta manera… Fue después de esa maldita fiesta cuando todo cambió.

—Lo sé.

—Se trata de ella, te hace más feliz —curvó sus labios en una mueca—. No puedo creerme que por tu culpa este compromiso se vaya a hundir. Nunca debí dejarte ir a esa despedida. ¿De quién se trata? ¿Quién es esa zorra? Dímelo ahora mismo.

—No hay nadie más. No empieces con la misma discusión, estoy harto de escucharla.

—Yo también, ¡merezco ser feliz, maldita sea!

—¿Crees que yo no? —froté mi barbilla—. Es hora de que todo esto acabe, Svetlana.

La amenaza que mi padre hizo en su día continuaba rondando por mis pensamientos, pero no podía vivir aplacado bajo su sombra el resto de mi vida por aquel error que cometí hace ya diez años. El compromiso era uno de los requisitos de mi padre para poder heredar con su legado, concretamente con Svetlana y no con otra mujer. Jamás entendería el por qué. Sin embargo, no me parecía tan importante ahora. Tenía mi propia empresa, un trabajo en la universidad, y un hijo en camino con una madre más que maravillosa.

¿Qué más necesitaba?

—¿A qué te refieres? —sus manos comenzaron a temblar—, no puedes dejarme ahora. Dimitri, piénsalo. Habíamos planeado todo un futuro, juntos. Todavía puede cumplirse, estoy dispuesta a olvidarme de todos los problemas. No quiero perderte.

—Svetlana, para —me aproximé a ella—. No somos felices.

—Yo lo soy contigo.

—¿Lo eres ahora? —clavé mi mirada en sus ojos—. Siento haberte causado tanto daño con mi infidelidad. No pretendía herir tus sentimientos, pero lo hice. Hablaré contigo tan pronto como solucione otros asuntos. Esto no tiene que ser el fin, podemos ser amigos.

Bufó mientras sacudía la cabeza.

—¿Amigos? ¡Amigos! ¡No! —chilló—. ¿Crees que no lo sé ya? ¿Tan estúpida piensas que soy? Sé más de lo que tú crees, y he estado mordiéndome la lengua durante las últimas semanas a la espera de que lo dijeras por tu cuenta. Pero veo que no. Prefieres ocultármelo.

—No tengo tiempo para escuchar tus mentiras.

Me encogí de hombros, con actitud indiferente, y giré sobre mis talones. Me dispuse a abandonar la estancia para volver a mi habitación, donde estaría más calmado, cuando Svetlana arrojó algo al suelo. Supe que era la lámpara de cristal por los trozos que llegaron a mis pies. Las peleas infantiles recién acababan de comenzar. Cerré las manos hasta convertirlas en puños.

«Cálmate, no hagas nada de lo que puedas arrepentirte», pensé.

Acomodé el cuello de mi camiseta antes de volver a encararla. Como había supuesto, la lámpara tan preciada que adquirí meses atrás había desaparecido de la mesa de café. Svetlana lloraba e intentaba aguantar los sollozos. ¿En qué estaba pensando el día en el que anuncié el compromiso?

Ah, sí. La amenaza de mi padre y el dinero.

—Hablé con Bart —continuó con voz fatigada—. Tu padre me lo confesó todo. Creí que cambiaste después de averiguar la gravedad de la enfermedad de tu madre, pero no. Sigues siendo el mismo egoísta y malcriado de siempre.

¿Qué? ¿Mi padre y ella, a solas?

Mierda. Esto no pinta nada bien.

—¿Qué te dijo? —la señalé con un dedo—. Svetlana, escúpelo ya.

—Nuestra relación siempre fue una farsa para ti, ¿no es así? Tu padre te propuso un acuerdo que no podías rechazar, y no dudaste en aceptarlo sin pensar en los sentimientos del resto.

—Sí.

—Me pediste matrimonio porque así harías creer a Bart que habías sentado la cabeza de una maldita vez. Asumiste tu papel correspondiente en la empresa, encontraste un trabajo e incluso adquiriste esta casa para nada. Era simple teatro.

—Sí —dije de nuevo.

¿Para qué ocultarlo más? Era la pura verdad. Podía llamarme insensible, egoísta, egocéntrico, calculador, maníaco… Me daba absolutamente igual.




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