Cuarenta Semanas

SEMANA 33

Dimitri

Dos malditas semanas, y los días aumentaban. Miré al reloj que colgaba sobre la chimenea mientras golpeaba la mesa del comedor con el culo del vaso. Sabía que lo haría añicos en cualquier momento, pero me importaba una mierda. Alexia y Jacob volvían a revisar los papeles extraídos de las cuentas secretas de Bart, sin resultado alguno.

La policía no servía para nada. Llevaban más de catorce días buscándola sin resultado alguno. Incompetentes. Palurdos. Pero yo lo era todavía más. Era un idiota, un absoluto ingenuo por no haber caído en ese pequeño detalle.

Svetlana era inteligente, mucho más de lo que yo hubiera podido imaginar. Esperó a que me marchara para llevársela. Sí, tenía la acorazonada de que esa zorra estaba detrás de todo esto. No podía ser nadie más. Como había supuesto, el vaso se resquebrajó entre mis manos y los pequeños cristales cayeron al suelo. Alexia emitió un grito, sobresaltada, y me miró con los ojos agrandados.

—¿Se puede saber qué demonios estás haciendo? —su tono de voz me irritó.

—Pensar —me limité a responder.

No añadió nada más, e hizo lo correcto al tomar esa opción. Yo mismo había peinado la ciudad en su búsqueda, incluso, intenté sobornar a ciertos guardas de seguridad con la intención de revisar las cámaras de tráfico. Pero el dinero no servía en esto. La corrupción era un truco patético de mi padre que yo no iba a seguir.

Suspiré, demasiado agobiado, y escondí el rostro entre mis manos; recordando y sintiendo una vez más la punzada de dolor al descubrir que Catherine se había marchado.

Dos semanas antes…

Me encontraba en el despacho de Jacob. La emoción era palpable en el ambiente: básicamente, mi hermano había conseguido instalar un programa fantasma en uno de los ordenadores centrales que nos permitiría averiguar lo que aquella cuenta ocultaba. Tan solo había que esperar a que este diera sus frutos. Mientras tanto, me estiré en el sillón y bostecé. Estaba deseando regresar a casa y ver a Catherine.

Entonces, mi teléfono comenzó a sonar:

—¿Está Catherine contigo? —Alexia dijo nada más descolgar.

—No —miré al reloj.

Catherine ya debería de estar con Alexia. Desde hace dos horas, de hecho.

—¿No está contigo? —formulé yo.

—¿Por qué crees que te estoy llamando, Dimitri?

Miré a mi hermano sin pronunciar palabra alguna. ¿Le habría sucedido algo? Una caída o algún golpe que le impida pedir ayuda. Colgué sin despedirme de Alexia y abandoné la empresa. Me subí a mi coche, arranqué y me puse en marcha. Varios coches me pitaron debido a la velocidad a la que conducía, e, incluso, llegué a esquivar un coche patrulla. Frené en seco tan pronto como divisé la casa en la lejanía.

No me molesté en aparcar en línea recta. Tan solo detuve el motor, quitando las llaves del contacto y caminé con zancadas amplias al interior. La puerta no estaba cerrada con llave, ni siquiera había apagado las luces de la cocina.

—¿Catherine? —pregunté en voz alta.

Nada. Ninguna respuesta. Subí las escaleras de dos en dos y busque en todos los dormitorios y cuarto de baño. Todo estaba orden, o al menos, casi todo. ¿Dónde estaban sus maletas? Recordé haberlas visto por última vez al pie de nuestra cama. Ahora no había nada. Su móvil tampoco estaba, pero sí las llaves del coche.

Entonces, la divisé. Un papel rasgado situado sobre la cama. Lo aferré y leí las escasas palabras que Catherine había escrito. Búscame. ¿Buscarla? ¿Dónde? ¿Qué había sucedido? Pasé las manos por mi cabeza mientras tensaba la mandíbula.

—¡Catherine! —volví a llamarla, sabiendo de antemano que no la encontraría aquí.

Con la respiración agitada y la sensación de que algo horrible estaba sucediendo, volví a subir al coche y puse rumbo a la comisaría más cercana. A pesar del temporal tan frío y revuelto que comenzaba a poblar el cielo, unas gotas de sudor comenzaron a resbalar por mi frente y nuca. Ella se había marchado, pero no por su propia voluntad. Estaba seguro de aquello. Esa nota y las palabras que tanto me repetía. Catherine estaba en peligro.

Aparqué en doble fila, en un hueco donde únicamente los coches de los policías podían estar, y me hice paso al interior con violencia. Los agentes situados en la entrada no hicieron más que interrumpir su conversación y poner atención a lo que estaba teniendo lugar.

—Señor, espere, ¿ocurre algo? —me preguntó uno de ellos.

—Mi prometida ha desaparecido —le miré a los ojos en un intento de mantener el control.

—Un momento, ¿desaparecido en qué sentido? —el otro, un tanto confuso por la escasa información que había otorgado, se cruzó de brazos—. ¿Hace mucho que no la ve? ¿Ha tomado sus efectos personales? Necesitaremos más datos si usted…

—¡Ella se ha visto obligada a marcharse! —grité, sabiendo que no sería la mejor opción.

—Tiene que calmarse o me veré forzado a usar la fuerza.

¿Acaso no iban a prestarme más atención? ¿Creían que, simplemente, Catherine se había volatilizado en el aire, o qué? Mi barbilla tembló al mismo tiempo que buscaba algo en lo que descargar mi ira. Los policías no iban a escucharme hasta que me calmara. ¿Cómo demonios conseguiría algo así teniendo en cuenta la situación en la que me encontraba? Por algo boxeé en su entonces. Para mantener la calma.

Arrojé al suelo todo lo que había sobre una de las mesas y les señalé.

—Está embarazada, ¡y quién sabe lo que ha podido sucederle mientras yo estaba fuera! Ella está en peligro, tengo pruebas, os lo puedo asegu… —no fui capaz de finalizar la frase.

En un abrir y cerrar de ojos, ambos me habían aprisionado contra una de la pared y sentí la presión de unas esposas cerrarse en torno a mis muñecas. Varios presentes que acababan de entrar me observaron con incredulidad. Bien. ¿Me arrestarían? Que lo hagan. ¡Adelante! Me forzaron a sentarme en uno de los banquillos e intercambiaron una mirada entre sí.




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