Cuarenta Semanas

SEMANA 34

Dimitri

Me abroché el chaleco antibalas tras seguir las instrucciones del agente. Los vehículos se aglutinaban en torno a la mansión situada en Jersey City, a un par de horas de Manhattan. Esta era la residencia principal de mi padre, al menos, lo era cuando no poseía nada macabro entre manos. Todos sus coches se encontraban estacionados, perfectamente alineados unos respecto a los otros.

Y yo estaba rodeado de policías.

La luna llena brillaba con fuerza, iluminando la zona sin necesidad de usar linternas, aunque portábamos alguna que otra. La policía había conseguido de una vez por todas los permisos legales para desmantelar las cuentas bancarias de Bart, y, con ellas, el plan de secuestro que ideó junto a Svetlana. Teníamos las pruebas, los hechos en físico, y ahora Manhattan… ¿Qué estoy diciendo? Todo Estados Unidos conocía lo que estaba sucediendo.

Ayer se hizo público el asesinato ocurrido hace diez años. Yo no saldría culpado. Mi padre cargaría con todas las consecuencias. Nosotros creamos nuestros demonios, y ahora los suyos acabarían con él. Ningún secreto permanece oculto para siempre.

Había insistido en participar en la operación para llevar a cabo su detención. Quería ver su rostro cuando supiera todo lo que habíamos hecho. Una vez que se percatara de que su final había llegado, y que yo lo había traído hasta él, sería el triunfador. Estaría un paso más cerca de encontrar a Catherine. Tanto los agentes como yo sabíamos que un avión privado esperaba a Bart en el aeropuerto más cercano en torno a una hora. Nosotros le detendríamos antes. Pasaría el resto de su vida en prisión, me aseguraría de ello por todos los medios. Por fin podría vivir mi vida, sin presión, sin control. Con Catherine y mi hija.

El agente hizo una señal al resto con los dedos. Nos dividimos en tres grupos: uno permanecería en el exterior, vigilando los alrededores; otro pasaría a la primera planta y el tercero, es decir, el mío, nos ocuparíamos de encontrar a Bart.

—Permanezca detrás de mí en todo momento —me ordenó el agente al mando de la operación. Sacó una pistola, revisó el cargador y me la entregó—. Supongo que sabes cómo usar una. Bart podría estar armado. Peor aún: podría tener compañía.

—Entendido —coloqué el cargador en su sitio y quité el seguro.

Conocía la casa mejor que nadie. Había crecido aquí, al menos, durante los doce primeros años de mi vida. Esta casa era famosa por las múltiples salidas, las cuales usaba para escaquearme cada vez que mi padre intentaba golpearme. Había señalado en un plano de la casa en qué lugar se situaban, de tal forma que Bart no pudiera escapar. Les indiqué el camino a la estancia principal y se dispersaron por toda la planta mientras mi grupo ascendía por las escaleras.

El pasillo izquierdo tenía todas las puertas cerradas. Una a una, y sin hacer el menor ruido, se adentraron en ellas y estudiaron el entorno. Cerraron las ventanas a su paso, colocando una especie de clip de metal que impedía abrirlas posteriormente. Esto parecía una película de acción y a cámara lenta. En el ala derecha había luz, procedente de una de las habitaciones.

—Yo entraré primero —les comuniqué—. No esperará mi visita.

Respondieron con un leve asentimiento. Guardé el arma en el interior de mis pantalones, en la espalda, y acomodé la camisa de tal forma que no marcara ni la pistola ni el chaleco antibalas. Abrí la puerta con lentitud, apoyando la palma de mi mano sobre la madera. Descubrí a Bart contando varios fajos de billetes sobre su escritorio.

—¿Qué demonios? —dijo, totalmente sorprendido por mi presencia.

—Vaya, padre. ¿Para qué necesitas tanto dinero? —pregunté con tono irónico, entrelazando las manos tras mi espalda—. Parece que te marchas. ¿Viaje de negocios?

—No juegues a algo que yo inventé —respondió.

—Claro, claro. No te preocupes, yo tampoco estoy aquí para perder el tiempo —esbocé media sonrisa y clavé la mirada en el fuego encendido. La chimenea situada en la pared lateral derecha iluminaba la estancia, otorgándole un aspecto tenebroso—. Te lo preguntaré una única vez y espero obtener una respuesta. ¿Dónde está Catherine?

Le miré de soslayo, manteniendo mi espalda erguida y los hombros cuadrados en todo momento. Bart depositó el dinero en el interior de una de las maletas y la cerró, sin que el pulso le temblara lo más mínimo. Tensé la mandíbula, a la espera de una respuesta.

—No lo sé —dejó la maleta sobre otra de mayor tamaño—, ya no me incumbe lo que Svetlana haga con tu prometida. Yo cumplí mi parte del trato, ahora ella tiene el control de la situación. Lo siento, hijo. Sé que yo te metí en este barullo, pero ahora tendrás que salir de él tú solo.

—¿Realmente piensas que saldrás de aquí ileso? —le señalé, al borde de sufrir un ataque.

—Sí. Evitaré pisar los aeropuertos o zonas que dispongan de cámaras de seguridad. Lo tengo todo perfectamente planeado, Dimitri. El único problema es que tengo un cabo suelto, y ya sabes lo perfeccionista que suelo ser —giró sobre sus talones, dándome la espalda. Fruncí el ceño ante esa actitud y no fue hasta que escuché un diminuto sonido cuando caí en la cuenta de lo que iba a hacer—. Lo siento, hijo. Pero esto es necesario.

Extraje el arma de mis pantalones y sin pensármelo dos veces, apreté el gatillo. Apunté a su pierna derecha, de tal forma que no pudiera seguir caminando. Gritó a causa del dolor y cayó sobre sus rodillas, soltando su arma.

—Esto es por Catherine —dije entredientes, aproximándome a él.

Volví a disparar. En la pierna izquierda en esta ocasión. Los agentes no tuvieron más remedio que hacerse paso a la habitación tras escuchar el escándalo que acababa de formar.

—Y esto por mamá —arrojé el arma al suelo, lejos de mí y de él—. Si piensas que voy a matarte estás equivocado. Yo no soy como tú. Afortunadamente, soy mejor.

Bart me miró desde su posición, incapaz de articular palabra. El dolor en sus piernas debería de mantenerle en shock durante las próximas horas, al menos, hasta que llegara a un hospital. El agente me contempló con sorpresa, pero no dijo nada. Mis manos temblorosas delataron el miedo que sentía, pero no dejé que me dominase.




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