Cuarenta Semanas

SEMANA 36

Catherine

Contemplé la llave dorada con detenimiento.

Tras casi siete días de estar escuchando las conversaciones ajenas de Svetlana y Jeremy había logrado planificar una escapatoria. Ambos se marchaban a las once y media de la noche para regresar a las doce en punto. Ni un minuto más, ni uno menos. No tenía ni la menor idea de lo que harían durante estos treinta minutos de ausencia, pero serían más que suficientes para encontrar algo con lo que comunicarme. Hoy era domingo, por lo que mañana cumpliría la semana treinta y siete de embarazo y no sabía cuándo rompería aguas.

La cerradura cedería tras ejercer presión con el cuchillo, o eso supuse. Si conseguía arrancarla de la puerta podría hacerme paso al exterior. Una vez que consiguiera aquello tendría que improvisar por toda la planta superior puesto que desconocía la distribución. Sea como sea, tendría que salir de aquí antes de ponerme de parto. No permitiría que se llevaran al bebé.

Aguardé, sentada en la esquina de la cama hasta que llegó la hora de la cena. Jeremy se hizo paso con la famosa bandeja y la depositó sobre el escritorio. Acostumbrada a su presencia mientras me alimentaba, no hice más que realizar la misma acción de siempre. Jeremy se comportaba conmigo de una manera distinta a lo usual, y no sabía cómo sentirme al respecto. Quizá era una buena señal y no sería tan violento como insinuó el primer día. O tan solo estaba fingiendo para ganarse mi confianza.

Jamás llegaría a saberlo.

—Buenas noches, Catherine —me dijo mientras se alejaba.

«Hasta nunca», pensé.

Esbozó una de sus típicas sonrisas y abandonó la estancia. Aún quedaban un par de horas hasta las once y media. ¿Qué haría mientras tanto? Mi corazón latió con fuerza y exhalé un profundo suspiro. Me sentía muy nerviosa e inquieta. Tenía que llevar a cabo el plan cuanto antes. Lo primero que haría sería buscar un teléfono o un ordenador. Sí, un móvil sería suficiente pues hace meses ya había memorizado el de Dimitri.

La casa era inmensa. Por lo que pude ver cuando Jeremy me permitió salir al exterior, el lugar en el que me encontraba debió de ser hermoso en el pasado. Un terrible accidente quemó el hogar hasta convertirlo en cenizas. Afortunadamente, la estructura era tan sólida como un roble y no había sido afectada por el fuego. Llegué a esa conclusión el día en el que Jeremy discutió con su hermana y golpeó una de las paredes hasta la saciedad.

En cuanto a la teoría sobre el pago de electricidad y agua también estaba en lo correcto. Todo encajó cuando escuché sus seudónimos: Helena y Mathew. Disponía de datos claves para que Dimitri diera con la casa. Sonreí, con una súbita esperanza y esperé.

Diez.

Once.

Once y media. La puerta principal se abrió con un sonoro chirrido. Un intercambio de palabras prácticamente inaudibles resonó en la soledad de la planta inferior. Los tacones de Svetlana bajaron por las escaleras y desaparecieron en el exterior. Un par de luces iluminaron las ventanas, —supuse que procedían del coche—, y, acto seguido, el ruido del motor desapareció. Por si acaso regresaban antes de tiempo, escondí varios cojines bajo las sábanas, coloqué un libro cerrado junto a la cama y simulé que había alguien durmiendo.

—Allá vamos —musité para mí.

Extraje el cuchillo de su escondite y lo deslicé por el filo de la cerradura. La punta del utensilio se encajó de lleno en el hueco y empujé. Coloqué la mano libre bajo la cerradura de tal forma que no resonara en el suelo cuando cayera. Sería mucho más fácil intentar abrir la puerta de manera tradicional. No obstante, necesitaría horquillas, un buen pulso y tranquilidad. Yo no disponía de ninguna de esas cosas.

La cerradura empezó a ceder. Repetí el proceso durante varios minutos hasta que cayó sobre la palma de mi mano; dejando así un profundo hoyo en la pared. ¡Sí! La puerta se entreabrió, chirriando con suavidad y me detuve para recuperar el aliento. Primer paso conseguido.

Salí al pasillo y una corriente de aire frío me recorrió la columna. Mis pies descalzos sobre la madera húmeda me hicieron estremecer. No me había percatado del estado de la casa hasta ese momento. De todas formas, mi mente había estado demasiado ocupada buscando la forma de escapar como para detenerme a pensar sobre ello.

Ascendí por las escaleras con lentitud, apoyando la mano en la barandilla. En la planta superior las puertas cerradas se disponían a ambos lados del pasillo, en fila. Me recordó a una típica película de terror. Comencé a abrir puertas con la mayor lentitud y suavidad posible. La llave dorada tendría que encajar en alguna de ellas. Observé dormitorios, una biblioteca con escasos libros y justo al final del pasillo, encontré lo que tanto buscaba: la puerta con cerradura. Logré introducir la llave y abrirla con rapidez.

Se trataba de un despacho. A juzgar por los muebles, eran nuevos. Cerré la puerta tras de mí e investigué por los alrededores. Todas las ventanas contaban con rejas por lo que no podría escapar por esa zona. Sobre el escritorio había papeles y…

…Un teléfono fijo.

Me acerqué y marqué el número de Dimitri. Sonó repetidas veces, pero nadie lo cogió. ¡Maldita sea! Probé a llamar una tras otra. Si mis cuentas no eran erróneas, deberían de quedar unos once minutos para las doce. No podía malgastar el tiempo.

—Por favor, por favor —supliqué, a punto de echarme a llorar.

«No», me dije. «No puedes llorar ahora, sé fuerte».

La esperanza se deslizó entre mis dedos como si se tratara de agua. Nadie respondía. Entonces, tuve otra idea. Si Dimitri no estaba junto a su teléfono en estos momentos, el de casa debería de continuar activo. Tendría que estarlo. Recordé mentalmente las cifras y volví a llamar.

Dos segundos y medio más tarde el pitido cesó.

—¿Quién es? —su voz ruda y autoritaria, pero cálida, me hizo olvidarme de todo.

¡Al cuerno la fuerza! Las primeras lágrimas resbalaron por mis mejillas y tuve que sostenerme contra el escritorio para no desfallecer. En un principio fui incapaz de pronunciar palabra alguna, pero tomé aire y humedecí mis labios para calmarme.




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