Cuarenta Semanas

SEMANA 40

Catherine

Dimitri se movía veloz como un rayo. Extrajo del armario varias prendas —una camisa blanca y unos vaqueros oscuros—, y se deshizo de los pantalones del pijama para vestirse. Yo, mientras tanto, procuraba contar los minutos que había entre cada contracción: cuatro minutos y medio. Era totalmente imposible que las contracciones fueran tan seguidas. Aunque, teniendo en cuenta que acababa de romper aguas, no me extrañaba.

De todas formas, había sentido dolores durante todo el día. ¿Estaba dilatando y no me había percatado de ello? ¿Cómo llegaríamos al hospital a tiempo? Sabiendo de antemano que los nervios me dominarían si seguía pensando de esta forma, cerré los ojos e intenté relajar la respiración de tal forma que las contracciones fuesen menos intensas.

No funcionó.

Entrelacé los dedos sobre mi vientre para sujetarlo mientras me encorvaba unos centímetros, incapaz de mantener la espalda recta por mucho tiempo. El bebé había dejado de moverse, ya no pateaba ni giraba de un lado a otro como siempre hacía. De hecho, ahora que me percataba de ese detalle, el bebé había estado demasiado calmado hoy. Posiblemente, se había estado preparando para el parto. Y yo no me había preocupado por ello. ¡Seré tonta!

—¿Puedes caminar? —la voz de Dimitri me sonsacó de mis pensamientos.

—Eso… Eso creo —logré responder.

Hice una mueca con los labios mientras me alejaba del cuarto de baño. No supe qué hora sería, pero el sol ya comenzaba a asomar por el horizonte, sobre el océano. Apoyé la palma de mi mano sobre la pared más cercana y tensé la mandíbula cuando otra contracción, mucho más intensa que las anteriores, me sacudió de pies a cabeza.

—No puedo —añadí a los pocos segundos—. Dimitri, no voy a llegar al hospital.

—Catherine, el bebé estará con nosotros en cualquier momento. Debemos llegar al coche antes de que empieces a empujar porque, entonces, tendrás que dar a luz aquí y ahora —deslizó un brazo por mi cintura e intentó forzarme a dar otro paso.

—Duele… Duele mucho —me quejé, luchando contra mí misma para no tirarme al suelo.

Mi prometido, al ver el dolor reflejado en mi expresión y la forma en la que me encorvaba, se separó de mi lado y corrió —literalmente—, hacia la mesilla situada junto a la gran cama. Desde la distancia observé cómo sus dedos temblorosos intentaban marcar un número en la diminuta pantalla. Tomé otra profunda bocanada de aire antes de gritar.

—Estoy llamando al hospital, ¿de acuerdo? —me dijo a pesar de que yo no había preguntado nada. De todas formas, no hubiera podido hablar—. Sé que queda a treinta minutos de casa, pero es posible que la doctora Keller esté localizable y pueda venir hasta aquí.

—Dimitri… —mordí mis labios para no volver a chillar.

—¿Hola? —hizo caso omiso a mi súplica cuando alguien respondió a su llamada.

Contó a la persona situada tras la otra línea lo que estaba teniendo lugar. Aparentemente, la enfermera exigía que nos trasladásemos de inmediato al hospital más cercano. Sin embargo, si lograba subir al coche, sabía con toda seguridad que nos detendríamos en mitad del camino y me pondría de parto ahí mismo. Era más seguro permanecer en casa.

—La doctora Keller está haciendo el turno de noche —Dimitri se dirigió a mí en esta ocasión y presionó una mano sobre el teléfono para que la enfermera no escuchase sus palabras—. Si nos marchamos ahora, la alcanzaremos antes de que regrese a casa. Conduciré más rápido si es necesario y te prometo que…

—¡No voy a moverme de esta casa! —grité mientras le señalaba—. Este bebé va a nacer en cualquier momento… ¡Y me niego a dar a luz en mitad de la carretera a estas horas de la mañana! ¡Maldita sea! —añadí cuando la siguiente contracción llegó—. Dile… Dile que venga aquí. Sí. Esa es la mejor opción.

—¿Qué? —clavó su mirada en la mía.

—Cariño, por favor, ambos sabemos que no voy a aguantar mucho más tiempo… Y… Y si nosotros no podemos ir a la doctora, ella tendrá que venir a nosotros —sentencié.

Durante unos instantes, me miró, en busca de la broma. Pero no había tal cosa. Traería al bebé a este mundo aquí y ahora, con su ayuda.

—Siempre supe que serías mi perdición —dijo en un murmullo y regresó a la conversación.

Si no fuese por el dolor, me hubiera echado a reír. Aferré con fuerza el escritorio mientras sentía más agua resbalar por mis piernas. Un charco había comenzado a formarse en mis pies y yo era incapaz de frenarlo. Tres minutos. Contracciones cada tres minutos. Había leído muchos libros sobre embarazos, y todos explicaban lo mismo: cuando el dolor decreciera hasta los tres minutos no tendría más remedio que empujar, pues eso significaba que había dilatado los diez centímetros necesarios para que el bebé pudiera salir.

—Voy a ello —escuché decir a mi prometido.

Puso el altavoz en el teléfono y se aproximó a mí con zancadas amplias. Fruncí el ceño, sin saber exactamente qué iba a hacer, y se deslizó por mi lado. Entró al cuarto de baño y le observé coger toallas y una navaja —sin estrenar—, que había adquirido hace un par de días. Lo depositó todo junto en la cama, moviendo así la mesilla que serviría como mesa.

—La doctora Keller ya está en camino y nos hablará a través del móvil para saber qué hacer en todo momento —me comunicó y se detuvo a escasos centímetros de mi posición—. Con toda seguridad, ella no llegará a tiempo. El bebé estará aquí mucho antes.

—Genial —ironicé.

—Voy a ponerte en la cama. De esa forma estarás mucho más cómoda que soportando todo el dolor sobre tus propios pies —dijo al mismo tiempo que me alzaba en sus brazos.

Con mucho cuidado y delicadeza me depositó sobre las sábanas de seda. Instantáneamente una sensación de alivio me recorrió cuando mi cuerpo descansó sobre las almohadas. Las primeras gotas de sudor ya habían hecho su aparición en mi frente, al igual que en la nuca y parte de mi pecho. Dimitri remangó su camisa y acercó el móvil a nosotros.




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