Cuatro Cortes, Una Reina

Capítulo 4: Cazadas

SIENNA

El viento nos azota con la fuerza de un látigo, helado y despiadado, mientras el caballo galopa con furia a través del bosque. La neblina es densa, envolviéndonos como un velo espectral, cómplice de nuestra huida, como si el mismo bosque supiera lo que hacíamos y nos protegiera de lo que nos acecha. La luna, escondida tras pesadas nubes, apenas deja entrever su luz, proyectando sombras amenazantes entre los árboles que se retuercen como garras dispuestas a atraparnos.

Astrid se aferra a mi cintura, sus dedos crispados, hundiéndose en mi piel con la fuerza de su miedo. Su respiración es errática, cada jadeo un recordatorio de que el tiempo se nos agota. No le digo que todo estará bien, porque sería una mentira, y nunca le he mentido.

La presencia sigue ahí. No es paranoia, no es imaginación. Algo nos persigue, algo más veloz que nosotros. No lo veo, pero lo siento en la presión del aire, en la forma en que la niebla parece distorsionarse a nuestro alrededor. Mi instinto me grita que estamos al borde del abismo, que un solo error significará la muerte.

—Astrid —mi voz es un susurro tenso entre el estruendo del galope—. Salta al árbol y escóndete.

Ella niega de inmediato, su agarre se vuelve insoportablemente fuerte.

—No te dejaré sola.

—Hazlo, As. Yo lo distraeré.

Sé que odia esto. Sé que en su mente ya busca una alternativa, una forma en la que podamos salir juntas de esta. Pero no hay tiempo. Y ella lo sabe.

Su pecho se infla con un suspiro tembloroso.

—Te amo, Sisi —susurra contra mi espalda, y en su voz escucho todo: la promesa de volver a encontrarnos, la desesperación de la despedida, la determinación de sobrevivir.

—Te amo más, As —respondo, y con un último apretón en mi cintura, ella se impulsa hacia las alturas.

La veo desaparecer entre las ramas con la agilidad de un gato salvaje, su silueta oscurecida por la neblina. No miro atrás. No puedo permitírmelo.

Aprieto las riendas y exijo más velocidad al caballo. El latido en mis sienes se mezcla con el sonido de la persecución. Algo se mueve tras de mí, rápido, con la precisión de un cazador experto. Me está dejando huir porque quiere que corra, porque está disfrutando de la cacería.

El sendero se abre de golpe. Un abismo. Un muro de roca que cae directo a la nada. Tiro de las riendas con brusquedad y salto antes de que el caballo se detenga por completo. Rodando en la tierra, me deslizo entre los arbustos y contengo la respiración. Con manos rápidas y expertas, alisto mi arco, deslizando una flecha en la cuerda sin apartar la vista del sendero. El caballo sigue su camino unos metros antes de que lo azuce para que huya, dejándome a merced de la sombra.

El silencio es absoluto.

Siento el peso de su presencia antes de verlo. La oscuridad se retuerce y se condensa, moldeando una silueta inmensa entre los árboles. Sus pasos son lentos, deliberados. No hay prisa en su caza.

Mi respiración se corta cuando lo veo emerger de entre la niebla.

Es un hombre, pero al mismo tiempo no lo es. Es más alto, más letal. Su cabello negro parece absorber la misma luz de la luna, y sus ojos... sus ojos son brasas encendidas, perforando la noche con un fulgor antinatural. Hay algo en su aura que hiela mi sangre y acelera mi pulso. Mi corazón martillea en mi pecho, un tambor frenético que sé que él puede oír.

No hay dudas. No hay negación posible.

Este ser no es un hombre común.

Viene de las Cuatro Cortes.

Y me está cazando.

Su voz resuena en la noche como un trueno contenido, un murmullo que se filtra en mis huesos.

—Sal —ordena, con la certeza de que lo haré—. Te escucho. Tu corazón galopa como un caballo desbocado.

Salgo de los arbustos con el arco en alto, la flecha tensa en la cuerda, apuntando directamente al pecho de la criatura. Mis manos tiemblan, pero mi mirada es firme. No puedo mostrar miedo.

El gigante da un paso hacia mí, sus ojos rojos ardiendo en la penumbra.

—Baja eso —su voz es profunda, vibrante, cargada de algo que hace eco dentro de mi cabeza—. Si no quieres herirte.

Mis dedos se aferran con más fuerza a la flecha, pero mi cuerpo no responde. Algo en sus palabras se desliza dentro de mi mente como un veneno silencioso. Un escalofrío me recorre la espalda cuando, sin darme cuenta, mis manos comienzan a aflojar la cuerda. Me estoy rindiendo. Me estoy entregando sin pelear.

«No». Un grito resuena dentro de mi cabeza, feroz y desesperado. «Mierda, la magia existe». Algo dentro de mí se retuerce, una parte de mi mente que me dice que esto no es normal, que está alterando mi voluntad. Me está manipulando. Es un peligro. Pero otra voz, suave y venenosa, me susurra: «No luches. Míralo. Escúchalo».

Pero hay otra parte de mí, una parte adormecida y dócil, que susurra lo contrario: «No luches. Míralo. Escúchalo».

Mis pensamientos se quiebran en un torbellino. Mi corazón late frenético, como si quisiera liberarse de mi pecho. Estoy atrapada entre dos fuerzas que me arrancan en direcciones opuestas. Mi terquedad, sin embargo, gana.

El gigante avanza un paso más, inclinándose levemente hacia mí. Puedo sentir el calor que emana de su piel, la energía oscura y vibrante que lo rodea como una sombra viviente.

—Treinta noches —gruñe, su voz áspera y cargada de desprecio—. Treinta noches malgastadas viniendo a este rincón miserable, donde se arrastra la escoria humana como ratas en la mugre. No sé por qué demonios tu aroma me persigue, por qué me obliga a buscarte. Y eso me enfurece. —Hace una pausa, inhalando con fuerza, como si quisiera arrancar un secreto de mi piel—. Pero aquí estás. Y mi instinto me grita que te cace.

Se inclina más. Su aliento es una mezcla de algo salvaje, primitivo, como tierra húmeda y fuego ardiendo en la oscuridad. Su nariz roza mi cuello y mis músculos se tensan, paralizados en un miedo que roza lo hipnótico.




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