SIENNA
El olor a humo y carne quemada se queda pegado a mi piel. La cabaña arde detrás de mí, las llamas devorando todo lo que alguna vez nos ató a ese infierno. No miro atrás. No hay nada que valga la pena recordar.
Astrid respira con dificultad en la carretilla de madera que empujo con manos en carne viva. Cada jadeo suyo es un latigazo en mi pecho. El sudor y la sangre se mezclan en mi piel, pero el dolor no me detiene. No puedo detenerme. No hasta encontrar el portal. No hasta salvarla.
El camino es interminable. El bosque se cierra a nuestro alrededor, sus sombras alargadas por la luna menguante. Mis piernas tiemblan, pero sigo avanzando. Día y noche, sin descanso.
Tres días.
Mi cuerpo es un cúmulo de heridas abiertas, mis pies dejan rastros de sangre en la tierra. Pero cuando creo que no podré dar un paso más, lo veo.
Un árbol. Gigante. Viejo como el mundo mismo. Un fresno de raíces gruesas que emergen de la tierra como huesos expuestos. Su tronco es ancho, con una corteza plateada que brilla con una luz propia.
El portal.
Mis manos ensangrentadas se aferran al mango de la carretilla mientras empujo a Astrid bajo sus ramas. La desesperación me ciega. Sus labios están pálidos, su piel fría. No queda tiempo.
—Solo un poco más, As —susurro, con la voz destrozada.
Cada paso es una batalla contra el agotamiento, pero sigo adelante. Mis manos tocan la corteza del fresno y un escalofrío me recorre la columna. Un cosquilleo se extiende por mi piel, como si el árbol estuviera… vivo. Como si nos reconociera, como si supiera quiénes éramos y nos concediera el acceso a su mundo.
La luz cambia. El aire se vuelve más liviano. La presión en mi pecho desaparece.
Doy un paso más y el bosque ante mí es otro.
El mundo cambia.
El suelo, antes áspero y cubierto de raíces, es suave y está cubierto de hierba espesa. El aire huele a flores y agua pura. Todo es más… brillante. Más puro. Como si la vida misma se sintiera diferente aquí.
Caigo de rodillas junto a Astrid, con el pecho ardiendo por la falta de aire. Lo logramos. Lo logramos.
—Llegamos, As —mi voz es apenas un susurro, pero la promesa se quiebra en mi garganta—. Te voy a salvar. Te lo juro.
Astrid gime, un sonido ahogado, apenas un murmullo de vida. Su cuerpo se estremece con espasmos de dolor. Sus dedos fríos buscan los míos y, cuando los encuentra, apenas tiene fuerza para sostenerlos.
—Déjame aquí…—su voz es apenas un susurro, rota, llena de un cansancio que va más allá del cuerpo. Sus ojos, inundados de lágrimas, me imploran que la deje ir.
—No. —Sacudo la cabeza con violencia, negando la realidad, negando lo que me está pidiendo—. No digas eso. Vamos a salir de esta. Vas a estar bien, te lo prometo.
Ella cierra los ojos un momento, sus lágrimas deslizándose en silencio por su rostro ensangrentado. Cuando vuelve a abrirlos, el peso de la derrota oscurece su mirada azul.
—Me duele más lo que siento aquí… —su mano temblorosa se posa sobre su pecho—. No es mi cuerpo, Sisi… Es algo dentro de mí. Algo que no se va…
Su voz se quiebra. Y algo dentro de mí se rompe también.
—Por favor, no digas eso —le ruego, mi voz ahogada en sollozos—. Si no lo haces por ti, hazlo por mí. Si mueres… juro que te seguiré. Nacimos juntas. Moriremos juntas.
Astrid me mira con el corazón roto en su expresión. Sus labios tiemblan, pero no responde. Lentamente, sus párpados se cierran, su aliento se vuelve irregular. Se está rindiendo. Se está yendo.
Un pánico primitivo me ahoga, mis manos se aferran a ella con desesperación. La sacudo suavemente, como si pudiera devolverle la vida con solo tocarla.
—¡No! —grito, pero mi voz ya no es mía. Es un aullido desgarrado, un lamento desesperado—. ¡Por favor, alguien, ayúdeme!
Mis gritos resuenan en la noche, desgarran el aire con su agonía. Grito hasta que mi garganta se desgarra, hasta que el dolor me consume entera, hasta que siento que mi alma misma se rompe con cada súplica.
—¡Por favor! —suplico, una y otra vez, mi voz reducida a un sollozo desgarrado—. ¡Por favor, por favor, por favor!
Cada palabra es un lamento ahogado, una súplica desesperada que se quiebra en el aire. Me aferro a Astrid con fuerza, como si al sujetarla pudiera retener su vida en mis manos. Pero siento cómo se desliza, cómo la muerte la reclama, y la desesperación me ahoga más fuerte que nunca.
El bosque calla.
Y entonces, lo siento.
Una presencia. Algo se mueve entre los árboles.
Levanto la cabeza, con la cara cubierta de lágrimas y la garganta ardiendo. Frente a mí, emergiendo de la espesura, hay una silueta enorme.
Un gigante.
Su piel es oscura como la tierra húmeda, su musculatura marcada como si hubiera sido esculpido por la misma naturaleza. Sus ojos no son simples brasas doradas; son miel encendida, profundos y hipnóticos, sosteniendo una intensidad que me deja sin aire. Es majestuoso, imponente, una criatura que parece sacada de un mito antiguo. No es como el monstruo que me cazó noches atrás. No hay crueldad en su expresión, solo una curiosidad insondable y una presencia que me abruma hasta el tuétano.
—Por favor… —susurro, sin fuerzas, con la desesperación sangrando en cada palabra—. Haré lo que sea. Solo sálvala.
El gigante me observa en silencio. Luego, sin decir nada, se agacha, su presencia imponente eclipsando la tenue luz de la luna. Sus ojos de miel encendida se clavan en mí por un instante, pero luego se desvían hacia Astrid. Me mira una vez más, como si midiera mi desesperación, como si sintiera el dolor que desborda mi pecho.
Con una facilidad aterradora, la levanta en sus brazos. Astrid, mi vida, mi todo, se ve aún más pequeña y frágil entre los suyos. El contraste es brutal: ella, casi sin vida; él, la imagen de la fuerza misma.
Mi cuerpo reacciona antes que mi mente. Me pongo de pie tambaleándome y lo sigo sin dudar, con el corazón martillando en mi pecho. Está cargando lo único que me queda, lo único que me mantiene en pie. La lleva con la misma delicadeza con la que se sostiene algo invaluable, y aunque mi razón me dice que no confíe, mis pies se mueven tras él.