Cuatro Cortes, Una Reina

Capítulo 9: El juego de Bastián

SIENNA

El día comenzaba antes de lo esperado. Aún no había salido el sol cuando abrí los ojos, sintiendo la tensión vibrar en mis músculos. Con precisión mecánica, revisé el equipo que me habían dejado. Mi arco descansaba sobre la mesa con las cuerdas tensas, mientras mis cuchillos afilados reflejaban la tenue luz de la vela. La ropa que me proporcionaron se ajustaba a mi cuerpo con exactitud: pantalón de cuero, botas resistentes y una capa ligera que me confería la agilidad que necesitaba. A mi lado, Astrid se alistaba, trenzándose el cabello con destreza, al igual que yo. Sabíamos que el cabello suelto era un estorbo en combate.

Sin perder más tiempo, salimos hacia el comedor principal. Nos recibieron con un desayuno abundante, aunque mi mente estaba lejos de la comida. Aún no amanecía cuando Bastian hizo su entrada. Vestía un atuendo de guerrero, y su presencia era imposible de ignorar. Astrid, embelesada, lo miró con los ojos muy abiertos y el corazón acelerado, tan evidente que hasta él lo notó. Sonrió con coquetería, disfrutando del efecto que tenía sobre ella. Yo, hastiada, rodé los ojos y murmuré con fastidio:

—Apártate, Astrid.

Él soltó una risa baja y alzó las manos en un gesto de rendición. Astrid, recuperando la compostura, saludó con energía.

—¡Buenos días! Bueno, en realidad aún no amanece, pero… ¿dormiste bien?

Bastian la miró con una sonrisa enigmática.

—Muy bien, Luz Celestial. ¿Y tú?

Astrid, completamente derretida, asintió con torpeza.

—M-muy bien.

Yo, de brazos cruzados y con el ceño fruncido, no soporté más la escena.

—¿Vamos a salir o no? —pregunté con impaciencia.

Sin perder su sonrisa arrogante, Bastian indicó la salida. Fuera, nos esperaba el majestuoso animal que nos había recibido la noche anterior, junto a varios caballos. Me sorprendió ver a Bastian dirigirse hacia la criatura en lugar de a los caballos, pero no lo cuestioné.

—Los caballos son más rápidos, pero Pomodoro es más cómodo para largas travesías —explicó con naturalidad.

Asentí, sin perder tiempo, y monté en mi caballo. Astrid me siguió, al igual que los otros cuatro guerreros de la Corte Tierra. Todos tenían la misma presencia imponente: piel morena, ojos color miel y cuerpos marcados por el entrenamiento. Sin embargo, Bastian, sobre Pomodoro, seguía siendo la figura dominante.

El sol comenzaba a asomarse cuando Bastian levantó una mano, ordenando detenernos. Astrid y yo saltamos de inmediato de nuestros caballos, tomando posición con nuestros arcos, mientras los demás desenvainaban sus espadas. Entonces, el ambiente cambió.

Un escalofrío recorrió mi piel. La temperatura descendió bruscamente, como si toda la calidez de la Corte Tierra se hubiese desvanecido en un suspiro. Sentí una opresión en el pecho, un presagio oscuro que me hizo tensar los dedos sobre la cuerda de mi arco.

Sabía que algo nos acechaba.

La cacería había comenzado.

De un momento a otro, una figura emergió de la penumbra. No era humano ni pertenecía a ninguna Corte. Su cuerpo negro y viscoso relucía bajo la tenue luz, cubierto de una baba resplandeciente. Decenas de dientes afilados brillaban en su boca mientras se abalanzaba sobre los cuatro guardianes que nos acompañaban.

Astrid y yo reaccionamos al instante. Disparamos flechas con precisión, pero la criatura no se inmutó. Sin dudarlo, Astrid trepó con agilidad a un árbol cercano mientras yo hacía lo mismo en el lado opuesto. Desde las alturas, continuamos disparando, pero nada parecía herirlo.

—¡Veneno! —grité a Astrid.

Ella comprendió de inmediato, sacó un frasco de su cinturón y me lo lanzó. Lo atrapé al vuelo y, con manos rápidas, unté la punta de mi flecha con el líquido espeso.

Sin pensarlo dos veces, salté del árbol y rodé al aterrizar. Corrí directo hacia la bestia, sintiendo la adrenalina arder en mis venas. La criatura fijó sus ojos en mí y se lanzó con una velocidad inhumana. Sujeté la flecha con firmeza, apunté a su cabeza y solté la cuerda justo cuando estaba a punto de alcanzarme.

El proyectil se incrustó en su ojo con un chasquido seco. La bestia rugió, su cuerpo convulsionándose el Nimbaris cayó inerte a mis pies. Mi pecho se agitaba con respiraciones profundas y entrecortadas, mi corazón golpeaba contra mis costillas como un tambor de guerra. La adrenalina seguía ardiendo en mis venas, el eco de la batalla vibrando en cada músculo. Me giré, buscando a Bastian.

Ahí estaba, sobre Pomodoro, observando la escena con una calma exasperante. Ni un solo músculo de su rostro se había inmutado. Lo fulminé con la mirada y levanté una mano en un gesto desafiante.

—¿Qué pasa contigo? ¿No te bajaste porque pensabas dejarnos morir? —Mi voz aún cargada de furia.

Bastian inclinó la cabeza levemente, con una expresión que oscilaba entre la diversión y la evaluación. Sus ojos ámbar brillaron con algo parecido a la satisfacción.

—Las estaba midiendo —dijo con una sonrisa ladina—. Pero la sorpresa me la llevo yo… Lo mataron dos pequeñas humanas de caras bonitas, y resultaron más letales que un Nimbaris.

Sus palabras no me halagaban. Me enfurecían. Pero no tenía tiempo para discutir. Se giró hacia Astrid y señaló la flecha envenenada.

—Ese veneno… necesitan revisarlo. Fue capaz de derribarlo en segundos. Podría ser nuestra mejor arma. —Sonrió, satisfecho con la escena, y luego nos indicó con un gesto—. Sigamos. Astrid, te llevaré con el curandero.

Asentimos sin protestar. La batalla estaba ganada, pero algo dentro de mí seguía latiendo con violencia.

Cuando llegamos al castillo, el aire cambió. Era un silencio pesado, como una corriente invisible que se enredaba en mi piel. Descendí del caballo con cautela, pero en cuanto vi al curandero, mi mundo se tambaleó.

Vestidura blanca. Máscara de cuero.

El aire se me atascó en la garganta.

Todo se desvaneció. La sala desapareció, el suelo dejó de ser sólido. En su lugar, la oscuridad me atrapó con dedos helados. El pasado explotó en mi cabeza como una tempestad.




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