ASTRID
La Feria Mágica era un sueño hecho realidad, un espectáculo de luz y color que parecía haber salido de los cuentos que solía imaginar cuando era niña. El aire estaba impregnado de dulces fragancias florales y de la esencia chispeante de la magia. Antorchas flotaban en el cielo como luciérnagas danzarinas, iluminando senderos de tierra dorada, donde las criaturas más extraordinarias se movían con una gracia imposible. Había fénixes de fuego azul que revoloteaban entre las nubes, dejando rastros centelleantes como polvo de estrellas, y hadas de cristal con alas iridiscentes que emitían un tintineo suave, como un coro de campanillas encantadas. Carpas de seda de todos los colores ondeaban al ritmo de la brisa nocturna, y a lo lejos, criaturas de la Corte Tierra danzaban con raíces vivientes que brotaban del suelo, formando patrones efímeros en el aire. Todo era vibrante, hermoso, y por primera vez en mucho tiempo, me sentí parte de algo tan maravilloso.
Me movía con Sienna en el centro de la pista de baile, girando al ritmo de la música, sintiendo el suelo vibrar con el compás de los tambores etéreos. Ella reía con los ojos brillantes, una risa que no había escuchado en tanto tiempo que me dolía el corazón de felicidad. Su vestido verde esmeralda ondeaba a su alrededor como hojas al viento, y por primera vez en mucho tiempo, la vi disfrutar.
Pero entonces, de un momento a otro, Sienna ya no estaba a mi lado. La multitud danzante la había engullido, su silueta se desvanecía entre luces resplandecientes y sombras en movimiento. Mi pecho se contrajo con una punzada de inquietud, una parte de mí quería buscarla, asegurarme de que seguía bien, pero el ritmo de la música me retenía, me arrastraba sin darme tregua. Era un hechizo, una corriente imposible de resistir.
Me entregué a la danza, a la sensación de libertad, permitiéndome disfrutar el instante. Y entonces, como si el destino lo hubiera dispuesto así, una presencia cálida se deslizó detrás de mí. Un susurro grave y envolvente acarició mi oído antes siquiera de verlo.
—Te ves hermosa cuando bailas.
Mi piel se erizó antes de girarme y encontrarme con la mirada intensa de Bastián.
Su presencia es un ancla en medio del torbellino de la feria. No sé en qué momento cruzó la pista, pero de repente está aquí, demasiado cerca. Su aroma es tierra húmeda tras la lluvia, madera quemada y algo más profundo, más primitivo. Me rodea, me consume.
Mi respiración se entrecorta. Mi corazón late desbocado.
—No estás tan mal bailando tú tampoco —respondo con una sonrisa temblorosa.
Siento su sonrisa contra mi piel. Me gira con suavidad y, por un momento, estamos solos en un mundo donde solo existen nuestras respiraciones entrecortadas y la tensión que se enreda en el aire entre nosotros. Sus manos son firmes, seguras. Me sostiene con una facilidad que hace que me sienta pequeña, protegida. Nunca nadie me había hecho sentir así.
La música sigue, pero ya no la escucho. Solo escucho su voz baja, acariciándome el alma con cada palabra. Me pierdo en la sensación de susurros al oído, en el roce casual de su mano contra la mía, en la forma en que me mira como si yo fuera algo precioso, algo digno de admiración. Me siento apreciada, y es un sentimiento que me deja sin aliento.
Pero entonces, cuando la noche avanza y el vino me calienta la piel, Bastián toma mi rostro entre sus manos con una suavidad que me desarma.
—Estás ebria —dice, su voz con un tinte de diversión y algo más… algo que no puedo descifrar.
—No lo estoy —protesto, pero el mundo da un ligero giro a mi alrededor.
—Voy a llevarte a descansar.
No tengo fuerzas para discutir.
La feria queda atrás mientras nos movemos entre las carpas de los comerciantes. Me sostiene sin esfuerzo, como si llevarme en brazos no fuera más que un suspiro. Su tienda es cálida, iluminada por linternas flotantes que emiten un brillo suave. La cama está cubierta de cojines mullidos, un oasis de comodidad que me invita a perderme en el descanso. Me recuesta con cuidado y se arrodilla a mi lado, observándome en silencio.
Con un suspiro, me quita los zapatos, sus dedos rozando mi piel con la suavidad de quien maneja algo precioso. Me acomodo un poco, sintiendo el calor del vino aún en mis mejillas, y entonces susurro:
—Ayúdame a quitarme el vestido.
Bastián traga en seco. Lo siento en la forma en que su respiración se vuelve un poco más pesada.
—Astrid… no sé si debería…
Levanto la mirada y le sonrío, tierna, confiada. Simplemente me giro, dándole la espalda, invitándolo en silencio. Él exhala con lentitud y, tras unos segundos de duda, sus dedos encuentran los lazos de mi vestido.
Lo desata despacio, con una paciencia tortuosa. Cada roce de sus nudillos contra mi piel desnuda envía un escalofrío a través de mi columna. Mi respiración se ralentiza, mi corazón late fuerte, y la tensión en el aire es espesa, palpable.
Cuando finalmente el vestido se desliza por mis hombros, tomo una bata de seda y la visto con movimientos lentos. Me recuesto, dejando que el colchón me abrace. Bastián, aún de rodillas junto a la cama, desliza con suavidad los dedos por mi rostro, como si estuviera memorizando cada contorno. Luego, en voz baja, rompe el silencio.
—A veces desearía poder elegir —susurra, su voz más seria ahora, como si cada palabra fuera un secreto arrancado de su alma.
Mis párpados pesan, pero su tono me mantiene despierta.
—¿Elegir qué? —mi voz es un susurro, un ruego.
Bastián ignora mi pregunta. Su mirada, cargada de un peso que no alcanzo a comprender del todo, se pierde en las sombras de la tienda.
—Como heredero, mi destino no me pertenece —continúa, su tono un murmullo entre la resignación y la nostalgia—. Mi deber es con mi pueblo, con la historia que ha sido escrita mucho antes de que tú y yo naciéramos.
El aliento se me corta.