Cuatro Gobiernos

Capítulo 6

El rey se levantó alrededor de las diez en punto, llamó a sus doncellas para que le vistiesen con lujosas ropas e hizo llamar a sus ministros. Todavía seguía pensando en cuál era la forma de gobierno más adecuada. Quería entrevistarlos, tenía cierta curiosidad por Ana Flynch, pero una entrevista cara a cara le parecía muy forzado, por lo que se le ocurrió una gran idea.

En la lujosa biblioteca, cuyo techo de cristal dejaba que el sol iluminase perfectamente la estancia, por lo que el uso de lámparas era mínimo, se encontraban cinco señores con cara de cansancio y mirada severa. La puerta de nogal se abrió y el anciano monarca entró en la estancia, los cinco hombres se levantaron de un sobresalto y esperaron a que su soberano les permitiese sentarse de nuevo.

Esperaron ansiosos a que se sentase, y el hombre situado a su derecha le preguntó:

- ¿A llamado algún informe vuestra atención, majestad?

-Sin duda, estos cuatro que tengo sobre la mesa.

Los ministros miraron los documentos y comenzaron a alagar los folios que observaban.

- ¿Cuándo queréis que se organice la entrevista, majestad? - preguntó el ministro que se situaba a su izquierda.

-Creo que será más conveniente no organizar una entrevista como tal. Los representantes podrían estar demasiado nerviosos como para responder a mis preguntas con suma elocuencia.

El rey permitió unos minutos que sus ministros alagasen su inteligencia.

-Y ¿en que habéis pensado? -preguntó nuevamente el ministro.

-En un baile. Será una manera de que los nobles se adecuen al que un día será su representante y en ese ambiente informal podré hablar con ellos sin problemas.

Los ministros volvieron a alagar sus cualidades intelectuales, y acordaron organizar el baile para día siguiente de mañana. El rey mismo escribiría las invitaciones que serían repartidas esa misma tarde. Lo ministros se despidieron y como hormiguitas se fueron por el pasillo.

Por la tarde el lacayo fue a las casas de nuestros protagonistas para entregar la siguiente invitación:

Yo,

Jorge XV de Nusquam, rey por la gracia de nuestro señor, le hago llegar mis más sinceras felicitaciones por su excelente informe sobre una nueva forma de gobierno para nuestra nación, que quizás algún día gobierne nuestro país.

Aunque, por el momento no hay nada decidido, tengo el grato placer de invitarle al baile que tendrá lugar el miércoles, en el palacio real. Espero su asistencia, para que usted tenga la oportunidad de conocer a la más alta esfera de la sociedad.

Espero verle allí.

Un saludo,

Su majestad Jorge XV de Nusquam.

El palacio real estaba rodeado por casas señoriales propiedad de nobles, por lo que el lacayo se dirigió a la casa de Richard Blackmont. Ante él una exorbitante casa de tres pisos se imponía. Delante de ella un cuidado jardín con deliciosos árboles frutales, le daba la bienvenida. Abrió la verja de hierro que la rodeaba y se adentró por el caminito adoquinado, llamó a la puerta y una criada le abrió. Le comunicó que debía hablar personalmente con Richard por orden de su majestad, y esta le pidió que pasase.

El lacayo caminó por el estrecho pasillo y subió por las suaves escaleras de madera de castaño. Arriba se encontró una estancia más amplia, ocupada por unos lujosos sofás, en los que los señores Blackmont, le esperaban. La criada le anunció y mientras esta lo hacía, el lacayo observó detenidamente a la esposa de Richard. Era una mujer que detonaba clase y distinción. La tez era blanca y los ojos azules le iluminaban los suaves rasgos del rostro. Llevaba un vestido de seda gris y el cabello castaño recogido en un elegante recogido. En cambio, su marido no detonaba la misma clase, sus rasgos eran algo más bruscos y sus ojos eran casi negros. La tez, al igual que la de su esposa, era blanca pues no pasaba mucho tiempo bajo el sol.

Richard Blackmont se levantó con elegancia y se acercó al lacayo.

- ¿Qué quiere su majestad de mí?

El lacayo sacó de su bolsa el sobre amarillo acuñado con el sello real.

- Debe confirmarme su asistencia, señor.

La criada cogió el sobre y se lo acercó a su señor, acto seguido le acercó un abrecartas de plata. Richard leyó la invitación y sin mostrar sentimiento alguno, como si del periódico se tratase, volvió a meter la carta en el sobre.

- Confirme a su majestad nuestra asistencia.

Su mujer le miró sin entender y Richard volvió a su sitio. El lacayo comprendió de inmediato que ya no era su lugar, así que descendió y salió de aquella hermosa casa.

Siguió caminando por las adoquinadas calles, saludando a los criados que conocía y por fin se empezó a encontrar con los barrios burgueses. Miró la dirección de Kevin Maug y al fin la encontró. Era una casa adosada, pintada de rojo con grandes ventanales en blanco. Llamó a la puerta y una criada nuevamente, se la abrió. Se adentró en la amplia entrada y siguió todo recto hasta hallarse en un salón decorado con bastante buen gusto, muy similar al anterior, pero sin tantos lujos. La criada le anunció y como la vez anterior se fijó en la señora Maug. Era una joven con rasgos dulces, rubia y de ojos verdes, la tez era clara y con el vestido azul parecía una muñeca. Su marido, era alto, de apariencia mayor que ella, de pelo castaño y bigote.




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