Como si de una ley universal se tratase, tanto en el hogar de los representantes más adinerados como en el del campesinado, la pregunta: ¿Qué debo ponerme para el baile? Se repetía constantemente.
Braulio no sabía que debía ponerse, incluso desconocía el arte del baile, su mujer le sugirió que llevase la ropa de los domingos y esta a su vez empezó a pensar con quien dejar a sus hijos. Al final se decantó por la vecina, así que cuando su marido se fue a trabajar, esta salió a casa de su vecina.
La anciana viuda, le prometió que cuidaría de ellos y le deseo suerte para el baile. Amelia, alegre entró en casa y sacó el vestido de los domingos azul celeste. Esta ya desgastado, y recordó emocionada, que ese había sido el vestido de su boda, pero como no tenía otra cosa mejor que ponerse, se decantó por él.
Sacó la camisa blanca de su marido y los pantalones grises, los planchó con cuidado y los colocó en un rincón, esperanzada de que no se arrugasen.
Peor suerte tenía Ana Flynch, que debía crear una argucia para que su marido la dejase asistir a ese baile. Por lo que pensó en decir, que su cuñada estaba gravemente enferma y que como su hermano no sabía de cuidados, ella se había ofrecido a cuidarla. Cuando su marido se fue, ella aprovechó para ir a casa de su hermano y contarle su plan, esta aceptó encantada. Acordaron que al día siguiente Irina, su cuñada, no iría a lavar, así sería más creíble. Después de solucionar ese problema, llegó el siguiente: el vestido.
Irina Blackmont, había sido hija de sir Richard Blackmont, estaba destinada a ser madre de nobles, pero un día mientras paseaba por la ciudad se encontró con Joan Flynch. Fue amor a primera vista. La muchacha se inventó un pretexto para librarse de la criada y poder acercarse a su amado.
Fueron largas las horas que pasaron juntos charlando y riendo, y tras meses de noviazgo secreto, por fin Joan Flynch se animó a pedirle matrimonio, y se casaron en secreto en la ermita destinada al campesinado. Cuando el padre de Irina se enteró, montó en cólera y la desheredó, quedándole solo a esta, las ropas que llevaba y su apellido de recuerdo de esos años de noble.
Cómo tenían la misma talla, Irina desempolvó el vestido y le hizo probárselo a Ana. Era un vestido negro, algo pomposo en la falda, de seda, tul y algo de encaje. Esta preciosa, por lo que sería ese el vestido que llevase al baile. Acto seguido le enseño un poco de modales y a bailar el vals, sin música, solo Irina tarareando.
Lydia Maug había llamado a la modista a primera hora de esa mañana para encargarle un vestido de seda verde. Estaba entusiasmada, era la primera vez que asistía a un baile en el palacio real. Su marido también había encargado un nuevo traje, pero no estaba tan entusiasmado como su esposa.
- Intenta comportarte como una señorita, no como una vulgar verdulera.
- He pensado en lo que me dijiste la otra vez.
Su marido la miró extrañado.
- Tú, ¿pensar? ¿A caso sabes hacerlo?
Haciendo caso omiso a su marido continuó:
- También para mí fue un error casarme contigo.
Kevin soltó una carcajada.
- Pues acabas de comprarte un vestido con mi dinero.
- Es lo único bueno que tienes.
Lydia abandonó el salón, dejando a su esposo mirando como se alejaba de él.
Cuando Lydia estaba en su cuarto, hizo entregar un mensaje al secretario de su marido. Espero unos momentos a que la criada, le entregase una contestación. Era un pequeño sobrecito blanco, lo abrió con delicadeza y leyó.
La espero en la cocina, mi lady.
Sonrió, estúpido imbécil, pensaba que se acostaría con él si le decía solo cosas bonitas. Por lo menos, pensó, de momento hacia su función. En realidad, el artífice de casi todos los consejos para la forma de gobierno de su marido era ella, no su secretario. Para ella, era la única forma de alcanzar el poder.
Caminó por el pasillo hasta llegar a la cocina y allí, sentado en una silla de madera se encontró a un hombre de unos cincuenta años, gordo, de pelo ya canoso. Se levantó y le beso la mano a la señora Maug.
- Parece que su marido, ya casi ha ganado.
- No hay nada definitivo aún, por lo que no podemos relajarnos. Mañana, es el baile, y yo iré con él. Espero que ganemos, quiero decir, que gané.
- Su marido tiene mucha suerte de tenerla –la alagó mientras se acercaba.
Lydia se apartó de él.
- Tengo hora con la modista, discúlpeme.
Acto seguido salió de la cocina y volvió al lado de su marido, que estaba absorto leyendo el periódico.
Finalmente, llegamos a la casa del señor Richard, lo he dejado para el final para no aburrir al lector al principio. Richard tenía todo perfectamente controlado, así que se pasó toda la mañana jugando con sus amigos a los naipes. En cambio, su esposa se entretuvo con el cochero, que era muy apuesto, ya que no soportaba la aburridísima vida de su esposo.
Su marido, no tenía ningún amante, a menos que ella supiese (y he de confesar al lector, que yo también lo desconozco), pero en cambio ella… Es entendible, no se le puede reprochar nada, su papel al lado de su marido lo cumple a rajatabla, pero ella es humana y necesita amor, nunca amó a Richard, ella solo se casó con él porque era una simple moneda para hacer alianzas. Así que la mujer, tenía múltiples amantes, estaba el cochero, la doncella y algunos amigos de su marido.
Así que aquí acaba nuestro recorrido para ver cómo se están preparando nuestros protagonistas para el baile de mañana (acuérdense de vestir sus mejores galas, la ocasión lo merece) Pero… ¡Qué desfachatez la mía! Se me olvidaba lo más importante, como se estaba organizando el baile en palacio. Ruego que me disculpen, tal olvido.
Pues bien, las criadas corren de un lado para otro, limpiando de aquí, limpiando acá… Y claro, la pobre muchacha que ayer subió y bajó cuatro veces las escaleras, tiene muchísimas agujetas que le impiden hacer su trabajo con normalidad, por lo que la pobre además del dolor de cabeza, ya que tiene a la ama de llaves gritándole que se dé prisa y que frote más para que reluzca.