Cuentacuentos

El Árbol del Laberinto.

Viernes, 21. 7:00 a.m.

 

—Se me han quedado las llaves dentro de la casa otra vez ¡caramba! Lidiaré con eso después, ya se hizo demasiado tarde, dense prisa niños ¡Pero sin correr! Denme la mano ¡Vamos ya!

Decía la madre, que angustiada apresuraba a sus hijos, intentando librar una batalla a la vez. Tan solo empezaba el día y ya recalcaba que iría de mal en peor.

Para empezar, camino a la escuela, apenas a unas cuadras de la casa se quedó sin gasolina. Por lo que se vio obligada a pedir ayuda a los vehículos que por allí transitaban. Los primeros tres pasaron de ella, pero el cuarto sí tuvo la amabilidad de detenerse. Cuando ella le explicó el percance, este señor sacó combustible de su propio auto, suficiente para llegar a la estación.

Una vez estaba lleno el tanque, Marcela agradeció al sujeto, y este le explicó que era taxista. Aunque no estuviera de servicio en ese momento, otro día podría ser al revés y fuera ella quién lo ayudara en cambio.

Ambos autos retomaron sus rumbos, cosa que no emocionaba a Marcela ni a sus niños. Por el incidente del combustible se les había hecho tarde, suponiendo otra situación que afrontar. Ya que la directora de la escuela, la señora Graudele, disponía todo un abanico de normas estrictas en “su colegio”.

La hora de entrada al instituto era la misma para todos; después de esta, el acceso estaba prohibido casi en lo absoluto, del resto era con previa cita, y una que otra excepción puntual.

Marcela estaba obligada a buscar lugar fuera del plantel para estacionarse. Librando una batalla contra el histérico tráfico matutino de la ciudad. A la vez que le hablaba a sus niños:

—Vaya problema, Bastian olvidó ponerle gasolina a Bugsy. Ustedes se lo recordaron ayer cuando les dije que lo hicieran ¿verdad?

El silencio en el vocho manifestaba la afirmación implícita de que tal recado, jamás llegó a los oídos de su esposo. Las miradas esquivas, marcaban lo pesado que se hacía soportar las consecuencias de su olvido. Mamá no vio necesidad de decir otra cosa, así que se dedicó en llegar a destino.

Luego de sortear los diferentes envites del tráfico, consiguieron lugar para Bugsy a dos calles del colegio. Tras cerrar puertas y ventanas, Marcela se abrió paso entre la decadencia peatonal. Iba tan rápido cómo se lo permitían sus zapatos desgastados, y el peso de sus mellizos, a los que llevaba a cuestas.

Al llegar a la entrada del colegio, este vigilante no los dejó entrar a la primera. Mamá tuvo que mostrar su documento de identificación, el hombre corroboró la información en su libro, hizo una llamada discreta para notificar la situación, apuntó un par de cosas en dicho libro, donde luego requirió la firma de Marcela, y le entregó un distintivo de visitante, insistiendo que debía llevarlo puesto de forma visible.

Cuando pasaron a las instalaciones, ella vio a sus hijos compartir miradas gentiles al vigilante. Este les correspondió con mueca desdeñosa, y mamá se aclaró la garganta con ruido, llamando su atención, entonces le hizo entender su inconformidad al respecto, con un solo gesto.

La institución era inmensa y solemne. Tanto que para quienes no la frecuentaban era un laberinto; uno elegante, ostentoso, pero confuso. Todos esos pasillos, puertas y ventanas similares; los rótulos con términos rebuscados y apellidos foráneos.

Y es que quien lidiaba con los asuntos escolares era su esposo, ya que sus horarios laborales eran más flexibles. A diferencia de ella, estando tan abarrotada de oficios y faenas que cumplir. No obstante, alguna vez también le tocó hacerlo, y le resultaba dificultoso, como era el caso ahora, de hecho; esto por dos de sus características mentales, ambigüedad entre defectos y virtudes, era desmemoriada y se distraía con facilidad.

Debido a la hora no había un alma en los pasillos. Los alumnos, profesores y demás personal del colegio se encontraban dedicados en sus propias cosas. Salvo estos tres seres aciagos, que errantes iban intentando dar con la oficina de la directora.

Estuvieron a punto de llamar a una de las puertas y preguntar, pero Marcela recordó una remota y nada grata experiencia, así que descartó la idea y prefirió ir al segundo y tercer piso. Marcela masculló hilarante:

—Puede ser que quién sabe.

Pero también fue en vano, de hecho había pasado casi media hora de frustración, cuando tras cruzar un recoveco, se tropezaron con una joven en una especie de cubículo que hacía las veces de recepción. La chica fungía de secretaria, lucía ocupada en una desopilante conversación al teléfono.

A Marcela le urgía conocer dónde se encontraban, pero no quería interrumpir el vertiginoso monólogo, y aprovechó de recobrar el aliento mientras tanto.

La muchacha hacía caso omiso del trío, por lo que Marcela resollaba mirando alrededor. Entonces, notó la puerta al frente de ellos, justo en sus narices, cual si se burlara, tenía un gran rótulo que ponía: “Dirección.”

Sintió alivio como pena al tiempo. Así que obvió a la secretaria y su infinita charla, copada de ademanes y gestos superfluos, llamando a la puerta con mesura.

Se sobresaltó cuando de inmediato respondió una voz femenina, algo gutural.

—Adelante.



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En el texto hay: fantasia, romance, amistad

Editado: 13.08.2021

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