Sábado, 22. 6:00 a.m.
“Pedal, pedal, pedal y pedal, cuánto tiempo llevo en esta bicicleta. Tiempo ¿Qué es el tiempo? es como un sendero, o una escalera. A cada paso un segundo, un escalón; sin adelantarse, pero tampoco atrasarse. Siempre a tiempo, siempre constante, no importa qué pase. No se detiene por nada ni nadie, nunca jamás. Tan correcto en sí mismo, único y perfecto. Y es que la vida está tan llena de imperfecciones. Si es que para morirse sólo debes estar vivo. Esa es la verdad, quien sea que lo haya dicho… ¿Cuál es la verdad? El tiempo y la verdad, hay tanto en esta vida ¿Qué es la vida?…”
Así proseguían los entramados pensamientos de este ciclista, que de prisa llegaba al vecindario, donde todos los días de la semana entregaba ejemplares de los dos diarios más importantes de Nachbartiere, los cuales competían entre sí. Aunque la verdadera ironía partía de sus nombres: “La Verdad” y “El Tiempo”.
Cumplir tal rutina requería de esfuerzos arduos. Levantarse bastante temprano, sobre todo ahora que comenzaba el otoño. Pero era la única forma de ganar la partida a los otros repartidores, porque ninguno de ellos tenía ruta fija. No eran empleados oficiales, sino competidores, sobrevivientes pateando la calle por un mendrugo de pan diario, o por lograr sus sueños, que al final era lo mismo.
Pero su día no iba mal, la ruta resultaba lucrativa en cuanto a las propinas. Sin embargo, se apuraba, el recorrido era extenso. Todas esas gentes adineradas tenían la manía de vivir muy lejos los uno de los otros. Tan retirados de la ciudad, tal vez para no mezclarse con esta. Siendo Nachbartiere la que de alguna forma contribuía a dichas fortunas.
Esto no tenía mucho sentido para él, pero a fin de cuentas no importaba. Su verdadera preocupación era darle al pedal, correr y apresurarse; la infinita carrera contra el tiempo.
Luego de entregar diarios y cobrar su comisión, él seguía su faena, pues todavía tenía que ir a dos de los edificios más imponentes de la ciudad; donde muchos ejecutivos hiperactivos, que no conocían de descansos, aumentaban el poderío de los magistrales.
El primero se trataba de un complejo de oficinas. Pertenecía a inversionistas aliados anónimos, por eso todo respecto a ellos funcionaba con perfil bajo. Igual a ese paquete que le encargaron llevar a la oficina de correos. Con la única descripción, un par de siglas, un símbolo de remitente y destino.
El segundo era un edificio moderno que hacía de cuartel general para algún tipo de compañía, de la que no se sabía nada, excepto que era rica y poderosa. Así lo demostraban sus icónicas siglas “MW”.
Se exhibían con orgullo y opulencia en tal edificio, en sus industrias e incluso en su mansión, de tamaño exagerado y por si fuera poco, de ese llamativo dorado característico en ellos. Algunos especulaban que eran hechas de oro puro, pero de seguro era una leyenda urbana ¿Hasta dónde puede llegar la petulancia?
Con discreción llevaba paquetes y sobres, desde este complejo hasta sus empresas, y viceversa. Un día hasta llevó un gran paquete a su mansión, pero igual que siempre, de una puerta a otra; nunca más allá, el hermetismo máximo era un fundamento de este vasto imperio a puertas cerradas.
¿Y qué podía importarle a un simple muchacho lo que había tras esas puertas y sus poderosas siglas? Lo relevante era cumplir sus labores y ya.
El sol alcanzaba su punto de mayor altitud, justo cuando Ariel cambiaba de rol, aunque no de método. Vertiginoso hacía los repartos a domicilio del Sakura washoku y la trattoria In Bocca al Lupo; que a modo conveniente estaban una al frente de la otra, al cruzar la calle, cual capricho de un cuentacuentos.
Sorteaba divertido las esquinas de la ciudad con ahínco. Las aburaba a su paso, como si se burlara del tráfico al redescubrir la ciudad, en su travesía por los senderos escondidos y veredas vírgenes.
Las proezas de Ariel y su bicicleta eran conocidas por los demás mensajeros, y aprovechadas por varios clientes importantes de Nachbartiere. El intrépido, la saeta dorada, pedales y corazón de león eran algunos de los apodos por el que se le conocía. Sí, esa bicicleta sin frenos y de piñón fijo, su conducir arriesgado y la rubia cabellera, le habían etiquetado así.
Terminó sus entregas justo a tiempo para recibir sus comisiones, monetarias o comestibles, a pesar del aspecto que tuvieran, lo relevante era su sabor. Pues, debía aplacar la voracidad del monstruo dentro de él.
Una vez tenía la panza llena, se fue a la biblioteca para devolver el libro que le prestaron un par de días antes, y por supuesto llevar otro consigo. Alguna vez leyó: “Que nunca te falte un sueño por el cual luchar, algo nuevo que aprender, un lugar a donde ir, alguien a quien querer y un libro para leer”.
Se lo agradecía en silencio a quien lo haya dicho, porque esto caló en su mente, al punto de tornarse en su filosofía de vida, por decirlo así.
Sí tenía un sueño por el cual luchar, era constante. También un sitio adonde quería ir, o volver, lejos de la ciudad, ya llegaría el momento. Aprender, siempre lo hacía, gracias a los libros.
¿Alguien a quién querer? Estaba difícil, se sabía solo. Sí existían personas a quiénes quería, pero se vio obligado a alejarse de ellos cada vez, por situaciones que hasta ahora seguía sin entender. Aunque sí sabía qué era lo que necesitaba en su vida ¡Alguien a quien poder amar! Con todo su corazón de hecho, estaba al tanto que todavía no era el momento, pero lo deseaba con tanta fuerza, que dolía esperar el porvenir.
Editado: 13.08.2021