Camelia estaba sentada en la mesa del comedor y disfrutaba de un riquísimo postre a base de crema y frutas preparado por su madre ese mismo día. Sentía una paz ensordecedora, una calma que no había percibido en su interior por muchísimo tiempo. Era como cuando el tsunami finalmente pasa y la desesperación da paso a la resignación. Al final, la calma que sentía era eso, la resignación conseguida luego de aceptar que no había salidas posibles y que pronto el dolor menguaría para siempre.
Disfrutaba del postre con lentitud, como si quisiera grabar en su mente y sus sentidos esa mezcla única de sabores ácidos y dulces. Podía descifrar qué fruta se llevaba en cada bocado, pensó que uno no disfruta realmente de nada hasta que sabe que es la última vez que lo hará. Y ella quería llevar consigo esas pequeñas sensaciones de placer que experimentaba en ese momento.
Los gritos de su hermanito la sacaron de su ensoñación. Estaba prendido a sus videojuegos, compenetrado en la historia que creaba. A Ian le encantaban aquellos juegos con distintas alternativas en las que él debía elegir el final.
—¿Qué crees, Mel, elijo la piedra o la estrella fugaz? La piedra me transportará bajo los volcanes, pero podría encontrarme con laberintos de lava complicados, la estrella me llevaría a otra galaxia, pero de allí podría no saber cómo volver.
Camelia lo ignoró, como lo hacía la mayor parte del tiempo, pero se quedó pensando en sus palabras mientras volvía a observar por la ventana que daba a la calle. Solo era cuestión de tiempo, un par de horas más y todo habría acabado.
La lluvia arremetía con fuerza sobre el césped del jardín, el cielo gris parecía estar acorde a su estado de ánimo y una tristeza inmensa inundaba la estancia cuando, de la nada, la piel se le erizó. Así era Camelia, desde pequeña había podido percibir ciertas cosas que al resto le pasaban desapercibidas. Quizás era el augurio de lo que sucedería más adelante, quizás era la ansiedad, quizás un poco, también el miedo.
¿El laberinto o las otras galaxias? Se preguntó y sonrió para sus adentros con ironía.
Para Mel, la vida era un terrible laberinto del cual necesitaba huir cuanto antes, tal cual Ian le había dicho, la lava estaba quemándola y ya no podía respirar.
—Una estrella fugaz, eso me vendría de lo más bien — murmuró para sí.
Entonces, se imaginó a sí misma sobrevolando el mundo en una especie de estrella fugaz, yendo a una galaxia en la cual ya no existiera dolor alguno.
El silencio volvió y el frío le llenó el alma. Camelia observó el plato casi vacío del postre y repasó sus planes una vez más. Sus padres llegarían a las seis de la tarde y llevarían a Ian al cumpleaños de su mejor amigo, seguros de que ella iría a sus clases en la universidad. Entonces, cuando la casa estuviera desierta, ella sacaría el arma que su padre guardaba en la caja fuerte y le pondría fin al laberinto y la lava. Todo debía estar acabado para las veinte, porque a esa hora, había quedado en encontrarse con Brisa, una compañera con la que debía hacer un trabajo práctico.
Las manecillas del reloj se movían con exasperante lentitud y la sensación de que el tiempo se había atascado hacía que la espera se volviera agonizante. Después de todo, una vez que la decisión estaba tomada era más sencillo solo seguir el plan al pie de la letra, y Camelia lo tenía todo calculado.
Quería ver a sus padres una última vez, abrazarles, darles un beso y despedirse de Ian. Les había dejado a todos una carta para cerciorarse de que nadie cargara con culpas que no le correspondían. Ella sabía que sus padres habían hecho todo por ella, pero nada había sido suficiente.
—¿La puerta roja o la verde? —preguntó Ian en voz alta sacándola de su ensoñación.
Las preguntas de Ian nunca eran respondidas por Camelia y ambos parecían acostumbrados, pero esta vez fue distinta.
—Roja —respondió ella con seguridad.
—Iba a ir por la verde, pero ya que tú…
Camelia se llevó a la boca el último bocado de fruta y cerró los ojos para guardar en sus recuerdos ese mágico sabor.
—¿Sabes? Cuando acabe de jugar volveré a iniciar una nueva partida y tomaré todas las opciones que ahora descarto. Quisiera saber qué otro final puedo crear —comentó Ian.
Camelia asintió, y no pudo evitar pensar en qué fácil sería si la vida fuera un videojuego y ella pudiese reiniciar la partida, tomar otras decisiones, cambiar los caminos. Al final, la vida era solo esos, momentos y decisiones; laberintos y estrellas; puertas rojas o verdes.
Le hubiese gustado poder tomar otro camino, no tener que recurrir al suicidio para acallar las voces que lloraban y gritaban en su interior, el dolor que le desgarraba el alma, la infelicidad, la tristeza, la soledad, pero no había un final alternativo para la película de su vida. ¿Qué podría hacer? Su historia no era como en los juegos de Ian y no había puertas para elegir.
—Ojalá fuera tan fácil —murmuró, pero el niño no le prestaba atención.
A las seis con tres minutos, sus padres ingresaron a la casa. Su mamá dio un saludo general y luego apuró a Ian para que apagara el juego y se calzara el zapato, fue hasta ella y la besó en la frente, buscó el regalo y ajustó el abrigo por el cuerpo de su pequeño hermano. Su papá, mientras tanto, fue al baño y regresó con un abrigo más pesado.
—Está haciendo mucho frío —murmuró mientras se lo prendía—. ¿Cómo estás? —la observó.
—Bien —respondió ella con una media sonrisa.
No podía dejar de pensar que ya no los volvería a ver. Los quería mucho, habían hecho todo lo que estaba a su alcance por sacarla del pozo, y creían haberlo logrado, pues hacía tiempo Camelia había decidido fingir que las cosas habían mejorado. Creía que así ayudaba a sus padres.
—¿Vas a ir a clases? —preguntó su madre—. No vuelvas tarde, el tiempo está horrible.
—¿Quieres que pasemos por ti? —inquirió su padre.