La importancia de escuchar

Ella habla con una voz quebrada como si quisiera llorar, pero no derrama una sola lágrima. Mientras me cuenta sobre dónde ha estado durante el día y lo que ha hecho, yo la escucho con mucha atención y en completo silencio. No quiero hacerla enojar por ello. Samantha odia no ser escuchada.

Tiene una mirada tierna, característico de las niñas que recién han cumplido quince años, y siempre mantiene puestas las candongas de oro que le regaló su madre aquel décimo quinto cumpleaños. Me gusta la ropa que lleva puesta, se lo digo siempre que viene a visitarme. Ella sonríe cada vez que se lo hago saber, y es por lo único que sonríe.

Conozco a Samantha desde hace mucho tiempo, inclusive, cursamos grado décimo juntos. Al igual que mi familia, sus padres son unos de los más adinerados del pueblo; pero como muchos padres ricos y ocupados en sus negocios, descuidaron a su única hija. Ahora ellos lloran cada día por ella, cómo si éso pudiera remediar su error o quitar su culpa. Jamás le prestarón atención, jamás la escucharon cuando les decía que alguien de su clase la acosaba.

Esa chica siempre viene a mí. Luego de terminar de contarme su historia del día, se pone en pie para marchar nuevamente, como lo hace cada noche al llegar las doce. Antes de irse, me pregunta porqué llevo siempre la misma ropa a lo que respondo que es mi uniforme. Al momento de partir, tengo que ver su rostro de horror y escucharla lanzar un grito ensordecedor, para luego esfumarse como el polvo y desaparecer. Estoy condenado a vivirlo, encerrado en estas cuatro paredes blancas; sólo por el hecho de no haberla escuchado cuando me suplicó que no le quitara su virginidad a la fuerza, y luego su vida con un cable. 

Ese día yo tampoco la quise escuchar.