Cuentos del abismo

☽ La tierra de los cuatro: el hada ☾

Había una vez un hada escondida en un árbol de hielo. Tenía alas de mariposa y andaba siempre con los pies descalzos, patinando sobre los azulejos mientras elevaba a los cielos una canción. Nadie sabía por qué el hada jamás se ponía sus sandalias, ni por qué cantaba y cantaba pero nadie le escuchaba ni un bisbiseo. Se la veía cada día abriendo la boca a más no poder y sacando todo el aire que tenía dentro de su diminuto cuerpo, con un esfuerzo tan terrible que le dejaba el rostro acalorado como si se le encendiera un fuego dentro de las mejillas.

Un día el duende de los recados la encontró más extraña de lo que usualmente se la veía.

Desde la puerta del árbol la observó tirada en su cama de escarcha, desnuda y rodeada de almohadas y frazadas de nieve. Con el cuello torcido, vencido hacia un lado, miraba la cima del bosque y se le notaban unos nervios enormes. Había cinco luciérnagas revoloteando a su alrededor, un par de tórtolas, un canario, y unos dulces esparcidos de apariencia deliciosa. Aun así, no parecía que a ella le atrajera la comida, ni nada que no fuera el bestiario que dibujaban las estrellas en el cielo nocturno.

Él en cambio se sintió atraído por los dulces. Llevaba meses trabajando sin comer y ya era tiempo de una merienda: trufas, tartas, agua acaramelada, ginebra con extracto de malta. Todo tenía una pinta de lo más apetecible.

Pero el duende sabía que robarle a un hada se consideraba riesgoso.

Eran criaturas impredecibles, no medían el peligro, y solían meterse en problemas antes de saber que los tenían en frente. Y esa hada en particular era de lo más extraña, porque cantaba, cantaba y cantaba, pero jamás salía sonido alguno de ella, solo agua en forma de lágrimas que caían sobre la tierra.

Decidido entonces a dejar su paquete y marcharse, pasó de un salto al interior de la casa del árbol.

Adentro el duende se estremeció de frío, pues todo era azul y melancólico, silencioso como el fondo de un abismo. Había caléndulas en cada una de las paredes, caléndulas vivas que volteaban las cabezas para seguirlo mientras él caminaba. Los pájaros se hacían la fiesta con las migajas de los pasteles, y arrojaban algunas a las plantas para que estas las devoraran. Al duende esto le pareció un poco macabro, pues normalmente era su especie la que comía plantas y pasteles, no al revés; pero se contuvo de decir algo al respecto.

Cuando llegó hasta el hada esta se encontraba de rodillas entre las sábanas, encaramada a la ventana. El duende se detuvo como aprehendido, sintiendo de pronto algo parecido a la añoranza. La fauna de su alrededor agitaba las alas y le zumbaba en los oídos, mientras, ante sus ojos, una luz muy pálida bañaba el cuerpo de la criatura mágica. El duende se sintió cansado mientras la contemplaba, con un sueño imposible de ignorar; y, bostezando, se fue acercando a la cama del hada que ni siquiera lo miraba.

Cuando se acostó junto a ella se dio cuenta de que sostenía una trufa entre los dedos blancos, y que de adentro le salía un líquido extraño que se parecía a la sangre coagulada. Lo olisqueó y le dio una probadita.

Era jalea de frambuesa, que salía como lava de un volcán, un poco ácida y amarga.

Cuando el hada se dio cuenta de que alguien estaba comiendo de su mano atrajo una candela y la encendió para que el duende se calentara; y ella, lentamente, lo fue desnudando para arroparlo entre las almohadas y frazadas de nieve, que se iban volviendo de hojarasca. La criatura de largas orejas y piel oliva siguió moviendo la boca, aunque ya no tenía ningún dulce en ella. Miraba con ojos dormidos y bien abiertos un resplandor en lo alto, al otro lado de la ventana, y pronto empezó a pedirle a gritos y cantos que le devolviera la fruta con esa sangre de frambuesa.

Por otro lado, el hada contemplaba al duende algo nerviosa; no entendía por qué ella estaba desnuda ni por qué él le hablaba a la luna, aunque solo salía silencio de su boca.

Pudorosa, se puso las ropas del duende y se dirigió a la puerta de la casa. Vio de soslayo los dulces, las plantas y los pájaros, y se sintió de pronto nostálgica y hambrienta. Dudó un momento, pero finalmente decidió que estaba llegando tarde para el invierno, y alzó vuelo.

—Todos saben que con el duende del otoño no hay que juntarse —se dijo mientras convertía las hojas secas en escarcha y el viento en aguaceros, mientras iba dibujando copos de nieve en el aire y trazando piruetas en el cielo—. Quién sabe qué se habrá robado y a quién habrá molestado.

Canción para la inspiración: Winter Moon de Erutan



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En el texto hay: mundos magicos, romance, amor y odio

Editado: 03.05.2025

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