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Llegué a la cabaña dando grandes zancadas y me senté a la mesa en nuestra cocina, rebuznando como un asno. Todos los platos rebotaron. Hicieron cabum. Es que estaba furiosa, y me sentía muy ruda y poco inteligente, porque había dicho algo malo en la iglesia. Pero qué malo, ¡malísimo! Todos se rieron. La maestra me mandó a lavar la boca con arena y con cenizas, y yo me puse más mala todavía, porque era mi maestra preferida, esa que todos los días de Venus nos traía estampas de animales y flores para que escribiéramos cuentos.
Pero en realidad no estaba así de mala por la maestra. Ella no me hizo enojar así. Estaba enojada por otra cosa.
Mamá entró en la cocina poco después y me dijo:
—¿Por qué esa cara larga?
Por supuesto que mamá se daría cuenta. ¡Mamá siempre se da cuenta! Nada se le escapa, y ¿cómo no? Con esos ojos azules tan grandes que parecen contener el cielo en ellos, ojos de lechuza. Nada escapa a los ojos amorosos de mamá y, por lo general, tiene una respuesta para todo.
Menos para esto.
Entender y cambiar a las personas casi siempre es difícil: entender y cambiar a los monstruos, imposible.
—En la escuela leímos el cuento de la niña del gorro —susurré mi respuesta entre dientes, como quien no quiere la cosa, porque me sabía a ácido. Me salió un rechinido muy feo, como si fueran a romperse, pero no pude preocuparme mucho por eso. No me quedaba espacio, y eso que aún no habíamos cenado.
—¿Y eso por qué te pone mala?
"¡Ay, mamá! Eres tan buena que no entiendes, o tan ilusa que no puedes..., o estás tan dañada que no quieres."
—Luego nos preguntaron por nuestras abuelas —seguí, y ella se tensó. Ya veía por dónde venía el problema—, y yo les dije que la mía era un lobo feroz.
A mamá se le escapó una carcajada como de urraca, pero de urraca linda, tan fuerte que, aunque me resistí, se me acabó contagiando, y enseguida estábamos las dos descomponiéndonos de risa. Mientras le preguntaba al aire de la noche de dónde sacaba yo esas ideas ella se puso a preparar el guisado, y me dijo a mí que sacase al chucho y que pusiera la mesa, pero que antes me lavase las manos. Yo pienso que la risa no fue del todo verdadera. Nuestra conversación le había afectado de veras, porque no se dio cuenta de que me ordenó lavarme las manos antes de tocar al perro.
Me senté un rato con Dusk, que era mitad lobo y mitad perro (de ascendencia muy pero muy lejana), y no pude evitar recordar a la abuela cuando acaricié su pelo gris y crespo. Pero Dusk me inspira amor, ganas de abrazarla y de rascarle la panza; en cambio la abuela me hace sentir descompuesta. A veces la comparo con tragarse una bola de pelos (ella es la bola de pelos), pero probablemente sea peor.
A veces, la abuela me parece una criatura mística nacida de un cuento de pesadillas.
Todo conocimiento y sabiduría, ella te atrae con sus extraños aromas a ropero viejo y galletitas, con sus colores melancólicos y su colección de bolitas de naftalina. Te hace verla desgastada y quebradiza, como si fuera a romperse si no la miras y la cuidas. Quiere que vayas y te sientes con ella bajo la ventana de la torre, a hacer nada, simplemente a estar; a veces intenta hablar, o saca un libro, y parece que la cosa puede funcionar, pero de a poco empiezas a ponerte triste. Te agarra un no sé qué en las tripas y sientes que estás en un lugar malo, que hay alguien acechándote en los rincones, en las oscuridades del castillo [hay distintos tipos de oscuridades en el castillo de un lobo (aunque sea mediodía)]. Sabes que lógicamente nada va a pasarte porque es tu abuela y es tan frágil como una ramita, pero no puedes desterrar ese miedo que te invade.
Luego recuerdas lo que ella hace. Recuerdas lo que esa mujer se calla.
Y te das cuenta de que no es tan frágil como parece.
La abuela es una encantadora de oídos. Es una maga, una flautista que embruja a los niños y una susurradora de animales salvajes, una maestra de la actuación. Siempre que estoy confundida me dice: cuida a tu mamá, no siempre va a estar, cuando en el fondo yo sé que en realidad me está pidiendo que la cuide a ella. No puede pedírselo a mi mamá porque mató a su hija lentamente a lo largo de estos años. La mató con indiferencia y con mentiras, siendo mezquina, de todas las formas posibles en que puede matar una abuela sin dejar de ser del todo abuela. Se sienta y nos mira en busca de una oportunidad para atraparme con sus dedos largos y sus uñas afiladas. Ella también tiene el cielo en su mirada, pero a diferencia de mamá ella no es un búho o una lechuza. Es un lobo con alma de buitre al que le cuelgan retazos de piel de conejo, porque ni los disfraces se fían de ella.
¿Cuándo va a detenerse la abuela? ¿Quiere devorarme porque perdió a mamá? ¡Pero si ella misma se la comió!
O quizás quiere que entre por mi cuenta, que me invite a mí misma, para no sentirse tan sola después de que me haya digerido. Para que le retrase un poco más la culpa.
No gracias, abuela: a mamá la cuido yo, y tranquila que lo hago mucho mejor que vos. Tu castillo y su torre no es para nosotras, que corremos libres por el bosque. Nos hemos hecho amigas de todos los animalillos que también te comiste, cuyos restos tiraste por ahí a su suerte. Y no te preocupes. Ya he recogido todos los pedazos de mamá, los cosí con hilo y aguja, los uní con salvia y las soplé hasta que todas las partes estuvieron más o menos juntas. Somos más fuertes, y de cada mordida nos reponemos. Quédate metida bien calentita en la cama y no salgas, que mientras tú nos acechas nosotras seguiremos jugando, cantando y bailando. No te enfades, que nadie se atreverá a molestarte: porque todos sabemos que en la casa de la abuela vive un lobo feroz.
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Editado: 02.04.2025