Cuentos Hórridos

Le gusta arrastrarse

Sabe dónde estás y adónde vas... Puede caminar pero... le gusta arrastrarse.

Pablo, Mario y Néstor eran tres grandes amigos de la preparatoria. Les gustaba juntarse para jugar videojuegos uno que otro sábado. Eran un tanto diferentes, porque Néstor era desinteresado y no le hablaba a nadie, mientras que Mario era un chico muy tímido y de rincón; pero como Pablo era el más sociable de los tres, el grupo congenió bastante bien. Estaba orgulloso de su creación, le gustaba decírselo.

Una tarde, Néstor faltó a la escuela y Pablo se quejó; ya faltaba poco para los exámenes. Era increíble que ese chico fuese tan perezoso.

—Quizás se quedó dormido como siempre —comentó Mario.

—Ya sé que Néstor es un pinche huevón, ¡pero bien sabe que tenemos proyecto esta semana!

La tarde de aquel lunes transcurrió sin una respuesta del susodicho. Ambos le habían preguntado por mensajería si se iba a presentar más tarde o si vendría al día siguiente. Y los compañeros, al verlos molestos, se burlaron a causa de las advertencias: «Ya saben cómo es Néstor, ¿por qué siguen juntándose con ese pendejo?»

Pero Néstor no llegó ni el día siguiente ni el otro; había desaparecido. Los amigos sabían que aquel desvergonzado sería capaz de dejarles colgados un día, o que hablaría horas después para confirmar que llegaría rezagado un sábado, porque se despertaba a las dos, pero que faltara tres días ya era un exceso. Algo le había sucedido, o tenía quizá un problema grave en casa. Pablo, enfurecido, quiso visitarlo y pidió la compañía de Mario.

—Hay que hacerlo ya sin él. Ya no importa —se quejó Mario.

—Vamos hoy, ¿o qué? ¿Quieres ir a verlo cuando ya le hayan dado de baja?

—No, Pablo. Es que ya es tarde.

—Oh, carajo, pues vete a tu casa y voy yo solo.

—Bueno, vamos. Ya, no te enojes.

Ambos adolescentes dejaron la escuela a pie y se adentraron en las calles oscuras que conducían a la casa de Néstor. La vía estaba empinada, por lo que era un poco pesado subir. Los árboles, abundantes por sí solos, cubrían la casa del chico: estaba sumergida en tinieblas, sin luces en las ventanas y con un aura de incertidumbre.

—¿Y si está enfermo? —preguntó Mario—. ¿Qué tal si no está?

—Ya sabremos.

Siguieron caminando, y Mario volteó hacia abajo: estaban solos.

—No mames, Pablo, nos van a violar por aquí.

Pablo no contestó y continuó con cierto tedio. Se adelantó y tocó la reja del estacionamiento. Ambos esperaron durante dos o tres minutos. Contemplaron la casa, de tres pisos, y ninguna luz respondió a sus llamados.

De nuevo tocaron y le llamaron por su nombre.

Nada.

De pronto, cuando habían dado la vuelta y sin dirigirse mutuamente la palabra, la puerta del enrejado se abrió y apareció un rostro macilento, ojeroso y taciturno.

—Hola —preguntó el anfitrión.

—¡¿Cómo que hola, cabrón?! —al decir esto, Pablo se contuvo y agregó una sonrisa—. Qué bueno que vivas todavía, Néstor. Te hemos estado mandando muchos mensajes y no nos dices nada.

—Perdón, es que…

—¿Qué tienes?

—Nada, mañana los veo.

—¡Espérate! —espetó Pablo—. Sí sabes que pasado mañana entregamos el proyecto, ¿verdad?

—Sí, lo estoy haciendo.

—¿Tú solo?

Néstor utilizó esta y muchas evasivas sin sentido para deshacerse de sus amigos, pero los chicos insistieron en pasar y platicar con él, pues parecía que no habría dormido en días. Además escondía los detalles que le habían impulsado a no asistir a clases. Las mentiras se le terminaron y tartamudeó; no le quedó otra opción más que hacerles pasar.

Adentro de la casa el entorno estaba vacío y lóbrego. Quién sabe dónde estarían sus padres, se preguntaba Pablo. En la alfombra había basuritas que denotaban la falta de aseo en media semana. La tarja de los trastes estaba llena y recibía un constante goteo de la llave.

Se reunieron en la sala de estar.

—¿Y luego, Néstor? ¿Qué te pasó o qué? —preguntó Pablo, quitándose la mochila del hombro y tomando asiento. A su lado, Mario también lo hacía con timidez y distracción, mientras contemplaba el techo y la suciedad.

Néstor se sentó frente a ellos. Frotaba sus dedos, formando un triángulo en medio de sus muslos temblorosos.

—Han pasado varias cosas que no podría explicarles.

—¿Pero qué es? —insistió Pablo.

—No me creerían.

—Ponnos a prueba.

Tomó su tiempo, respiró y exhaló con ansias.

—Se suicidó mi primo hace unas semanas.

Los amigos le esperaron, comprensivos, y Néstor continuó:

—Andan haciendo sus velorios en la casa de mi tía. Se fueron desde el lunes. Yo me quedé a cargo de la casa, y por teléfono les he estado diciendo que estoy bien y eso, pero la verdad es que tengo mucho miedo.




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