Cuentos Hórridos

Siempre estaremos allí

Este cuento es un tanto diferente a los demás; les parecerá poco aterrador al principio, pero si le dan la oportunidad, verán que el trasfondo es algo macabro :D

Qué frío hacía aquella noche. Lo recuerdo bien. Mi pelo no paraba de sacudirse a consecuencia de las ráfagas. Aunque me acicalaba por horas, mi ansiedad por volver a pasar mi lengua por mis patas o mi panza no cesaba. Hasta cierta hora me di por vencido. Ya no tenía la comodidad de mi alfombra, tampoco el calor de la casa. Y sí, para mí siempre había sido horrible estar despeinado y sucio, pero, cuando las nobles manecitas de mi humano pasaban por mi cabeza, era la mejor sensación del mundo. Así, de la nada, mi cuerpo generaba esa vibración que los humanos llaman ronroneo. Luego de que él hiciera su típica rutina de masaje, no me importaba en lo absoluto que mi pelo acabara descompuesto de nuevo.

Debo admitir que si pasaba frío era a causa de mi holgazanería, porque bien podría haberme metido a los niveles inferiores del estacionamiento; pero en aquella esquina de la azotea se estaba muy bien. La luz del anuncio, titilante por demás, me ayudaba mucho a ver. Quién sabe qué hayan querido decir aquellos símbolos en la ilustración, pero puedo decir con certeza que el anuncio trataba de una familia feliz, de esas que comen todos en la mesa, tal y como cenaban mis humanos en los tiempos de antaño, mientras yo los veía desde la sala, sentado en mi alfombra favorita.

Supongo que ya estarás preguntándote, querido humano lector, «¿por qué ese gato estaba solo en la azotea de un estacionamiento, si tiene familia y alfombra favorita?» Pues aquí te contaré.

El anuncio me enterraba una espina, eso sí. Cómo los extrañaba. Allí sentado, hecho un ovillo, nomás bajé mi cabeza, cerré los ojos, me acomodé en mi suave patita y los visualicé, uno por uno.

Toño era mi persona favorita en todo el mundo; no había nadie como él: se paraba temprano a darme mi plato a la misma hora porque él interpretaba que yo era su gato. Los demás me apapachaban, me acariciaban o me nombraban innumerables veces, además de gritarme un sinfín de sobrenombres ridículos; pero Toñito me había puesto Bombón como nombre oficial. Y aunque era nombre de chica —específicamente un personaje de sus caricaturas favoritas—, a él le gustaba decirme que yo era su Bombón. Él tenía ocho años cuando llegué a su vida, y aún no puedo creer la eternidad que se tardó en cumplir los doce, siendo todavía un infante. Si yo los cumpliera ya se habría acabado mi vida, o casi. En fin; Toño era un muchacho muy responsable que llenaba todas mis atenciones.

Un día todo se destrozó —como un vaso cayendo luego de que lo golpeas a ver qué sucede— y mi ciclo en la familia se cumplió. Toño comenzó a estornudar demasiado. Su madre, una mujer muy alarmista, creía que era el virus famoso de la televisión. Su hermanita me defendía: sugería que era el polen, y el padre de la familia no tardó en creer que era yo la causa.

Se lo llevaron al doctor, pero el humano, bien mediocre yo creo, dijo que era una gripe. Gracias a los pésimos estudios del doctor pude estar con Toñito un par de semanas más. Sin embargo, al ver que sus estornudos no terminaban, Papá describió a otro doctor todo el entorno de mi niño: plantas, mucho sol, un gato, el polvo, su habitación fría, ¡el gato! Al final su madre, con lágrimas en los ojos —que habrán sido de tristeza y no infecciones—, decidió que yo debía ser adoptado por otra persona. Y ya se imaginarán: Bombón, o sea yo, grité como loco, los rasguñé y les gruñí como si fuesen perros. Yo no quería estar con Abuela porque olía raro. Entonces, luego de una treta, me llevaron de paseo al campo, y cuando volteé, el automóvil rugía y se alejaba como un ratón al ser descubierto a mitad de la cocina.

Desde entonces me había preguntado por qué los humanos, luego de regalarte de todo: cajas de arena, cepillos, croquetas muy ricas y plumas con cordones, por qué te abandonarían; por qué se olvidarían de ti. Durante muchos días me intenté convencer de que simplemente se habían olvidado de subirme al coche, al regazo de Toño. Pero no. Yo sé bien que había sido la repentina maldita alergia de mi humano. Recuerdo que también le vi muy triste, callado, y creo que no comió el último día que me dio mis croquetas. Siempre me decía «Hola, Bombón, ¿cómo amaneciste? (…) Bombón, ¡todavía te quedan croquetas! Cómete esas primero y te daré más.» Después de decir esto hacía un truco raro que consistía en esto: tomaba el plato, lo sacudía y ¡sácatelas! ¡Aparecía lleno de nuevo! Era un mago. Aunque, aquella mañana no pronunció un hola o un adiós, al menos. Solo me miró con los ojos distintos y me besó —cosa que casi no hacía—.

Y así pasó, humano lector; así es como acabé en la azotea de un edificio oscuro, con un anuncio encima. Todavía, después de reflexionarlo y creer que los había perdonado, le pegué a una lata que rodaba por ahí del puro coraje. Ya no creía encontrar a otra familia, así que seguí mi viaje nocturno como siempre. Me había dado hambre.

Bajé del edificio de estacionamiento y seguí por los techos de las casas, para evitarme a los perros que patrullaban por ahí. Saltaba de un muro a otro, de una lámina a una azotea, y así sucesivamente. El esfuerzo me hacía jadear porque nunca tenía yo que pasar por tantos techos. Mi vida solo era pisotear el jardín o bajar de la cornisa donde estaba la ventana de Antonio. Y por semejante cansancio, luego de unas miserables tres cuadras, preferí ir por la acera cual humano, con toda la decepción del mundo.

Más tarde comprendí que había sido una buena decisión en realidad: delante de mí había un puesto de comida que preparaba platillos a humanos que no dormían como los demás. Aquellos se sentaban a platicar con el dueño sobre sus problemáticas vidas. Era como en un bar de esos que salen en la televisión, pero con hambrientos. Y me aparecí, pues, esperando no ser correteado, e hice mi típico maullido rompecorazones.




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