Cuentos Hórridos

Tú no estás aquí (1/2) [E.E.U.U]

Vietnam, 1968, a 10 millas de la ciudad de Hué.

 

El sargento Josh Bradbury lideraba una escuadra de ocho hombres. Se encontraban en el infierno verde de Vietnam, en plena jungla. Pretendían llegar a Hué, una ciudad sitiada en la que había muchos vietnamitas aliados secuestrados y compatriotas desaparecidos.

Josh había dado a sus hombres la estricta regla de caminar con mucha discreción a través de la vasta vegetación tropical. El enemigo podría estar muy cerca, les había aclarado, en cualquier parte, detrás de un árbol o hasta debajo de la tierra.

Los vietnamitas del Vietcong tenían la fama de ser los guerreros más ingeniosos. A ellos no les importaba sacrificarse, cansarse o explotar a su propia milicia en favor de su ideología. A diferencia de aquel impredecible pueblo asiático, los soldados de Bradbury eran unos niños mimados, y tal hecho había quedado muy claro con los ataques de la semana pasada. Se suponía que había una tregua entre ambos bandos para festejar el año nuevo vietnamita, una celebración llamada el Tet, pero a los comunistas no les importó romper el acuerdo para lanzar una ofensiva sin sentido, llena de soldados suicidas y ataques absurdos.

Desde allí, Josh dejó de subestimar a los amarillos, como les llamaba con arrogancia.

—Todos abajo —murmuró el sargento Bradbury, a la vez que se aferró con nerviosismo a su rifle de asalto. Había creído escuchar pisadas. Podría ser un mono, se dijo, pero con su nueva perspectiva del enemigo, cualquier cosa pasaría. Les hizo una seña con los dedos, que significaba esperar. Unos angustiosos segundos después volteó y murmuró—: Rodríguez. —Éste era el operador del radio, un hombre que cargaba un dispositivo de poco más de veinticinco kilogramos, repleto de botones, perillas y cables—. Necesito que alistes el teléfono.

—Sí, señor.

—Matheson, Dick, ustedes vienen conmigo.

Un individuo fornido y de piel oscura obedeció, seguido de un hombre enclenque y de cabello negro. Los tres se aproximaron a la fuente del ruido, cinco metros más allá de donde esperaba la escuadra entera, y llegaron al punto en el que, se supone, tendría que estar el animal o aquello que hubiera triturado ramitas.

Pero desde los flancos unas metralletas se quitaron sus disfraces: grandes y espesos helechos que parecían ser parte del escenario típico de la selva. Y la acción no esperó a las reacciones, pues las ráfagas intensas de balas comenzaron antes de que Bradbury pudiera alertar al resto de su equipo.

Todos se echaron al suelo de inmediato. El terreno desigual les proveía a los tres soldados la posibilidad de arrastrarse, mientras se cubrían con unas prominencias, y así, agazapados, se reunieron con la escuadra.

Los marines acabaron atrincherados en una zanja lodosa.

—¡Fuego entrante, fuego entrante! —había gritado Bradbury, y se acercó después a su hombre-radio para coger el teléfono.

Matheson, confundido y varado a un lado de su sargento, escuchaba los tiroteos y explosiones que se acercaban más a su ubicación. No tardó ni cinco minutos hasta que empezó la lluvia de tierra a causa de los morteros, así que Bradbury, que había gritado una infinidad de alertas y peticiones de ayuda en el teléfono, dio la orden a sus soldados de retirarse, para volver a encontrar a los demás colegas del pelotón. Sin embargo, a dichas alturas, pensó Matheson, los comunistas bien podrían ya haber asaltado la base de la playa, en donde habían arribado con sus lanchas.

Los soldados huyeron, pero el follaje era tan denso, que algunos acabaron atrapados y acribillados por más metralletas que parecían salir de la nada, además de las bombas, que hundían a los estadounidenses en pilas de barro. Matheson veía toda la carnicería: sus amigos, con los que había jugado a las cartas apenas hace unos días, en tanto todo era una fiesta, estaban ya hechos pedazos; una pierna cayó a su lado, una mano pareció haberle golpeado la espalda y trozos de carne se le pegaban en las pantorrillas. A su lado iba Josh, el sargento; lo había reconocido por su cabello rubio debajo del casco y su pecho sobresaliente.

Ya no estaba el hombre-radio.

—¡Sargento!

—¡Matheson! ¡Carajo, todos están muertos!

—¡Auxilio! Mi pierna —gritó a un par de metros otro soldado. Era el único que ambos habían oído desde el ataque sorpresivo; y aunque se aproximaban esos silbidos, sucedidos por estallidos mortíferos, se dijeron a sí mismos que no podían dejarlo, y así confirmaron su decisión cuando se miraron el uno al otro—. ¡Mierda, cómo duele!

Era Charles Dick, el tipo enclenque.

—¡Por favor, Matheson! ¡Sálvenme!

Como ambos soldados eran musculosos, cogieron a Dick y se lo colgaron en los hombros, no sin antes sacarle un par de alaridos de dolor, pues se hallaba lastimado del muslo a causa de una bala. No se podía reincorporar así nada más.

Pero, claro, la urgencia lo exigía.

Matheson y Bradbury se llevaron a Dick en medio, a la vez que este cojeaba y se quejaba. Se colgaron sus rifles en un hombro. Detrás, las explosiones y los disparos se convirtieron en un rumor lejano. Había terminado la emboscada. Y cuando salieron al claro, desde el que se veía el mar y la base, voltearon y vieron el humo negro emanar detrás de unas palmeras tiznadas. El calor abrasador y la humedad propiciaban un incendio, pero aun así Bradbury expresó su ira:




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