Cuentos Hórridos

El álbum familiar

Isabel Villaluz estaba acostumbrada a ver crímenes de otras personas en los documentales, pero no sabía cómo se sentía compartir sangre con un asesino. Ahora sí lo hacía. Era igual a tener un funeral en la familia, aunque no uno donde reinaba la tristeza, sino uno donde imperaba la deshonra. El sentimiento de pérdida, sin embargo, era el mismo.

Su hermana, Irene, una anciana que le llevaba unos cinco años, la recibió en su casa después de mucho tiempo de no verse. Ambas mujeres se abrazaron, lloraron, Isabel dio su pésame como si su sobrino hubiese muerto y se reunieron en la sala para discutir lo que acaba de ocurrir.

—No lo puedo creer —decía Irene, todavía muy conmovida—. No creo que mi Gabo lo haya hecho. Gabriel no mataría ni a una mosca; lo sé desde que estuvo en mis brazos por primera vez.

Isabel tomó su mano en son de comprensión y contestó:

—Sí, es muy extraño e inesperado. Yo tampoco lo puedo creer. Es como si la Fiscalía se lo hubiera inventado.

—Es esa vieja —masculló Irene.

—¿Cuál vieja?

—La desquiciada esa con la que se casó.

—Pero… ¿cómo puedes decir eso, después de que es ella la que ha sido asesinada?

—Lo fingió o le tendió una trampa, no sé, pero yo sé que esa loca, esa vulgar le inventó todo. Es de mala influencia. Desde que se conocieron empeoró la vida de Gabo.

Isabel quiso evitar esa discusión desagradable. En realidad, compartía el rechazo por la víctima, pero sintió que asumir su culpabilidad, a pesar de su terrible muerte, no era un juicio justo. Por ello tardó en buscar una desviación en el tema.

—¿Qué saben hasta el momento?

La hermana se limpió las lágrimas con otro pañuelo, se sonó la nariz y se levantó con toda la calma que quiso. Después de haber tirado la bola de papel, se quedó de espaldas a Isabel y comenzó a enumerar los hechos:

—Según su testimonio, Gabo llamó a la policía para reportar que su mujer había sido asaltada en su propia casa. Cuando llegó la patrulla descubrieron que Gabriel estaba todo cubierto de sangre y que había pruebas de que él era quien la había matado. Luego interrogaron a los vecinos y dijeron que lo habían visto a él salir de la escena. ¡Pero es obvio! —Irene por fin se volteó y miró a su hermana a los ojos—. La patrulla se tardó mucho en llegar, ella moría y él intentó buscar a quien fuera para que lo ayudaran.

Isabel asintió e hizo una mirada de comprensión. Imaginaba la situación y se le hacía lógico que Gabriel hiciera todo aquello. Incluso se acordó de los programas que adoraba ver en Netflix y admitió para sus adentros que no tenía sentido que concluyeran todo tan rápido.

—Se supone que deben ver huellas, ¿no? —preguntó Isabel con inseguridad—. Hay marcas, análisis de la escena del crimen y esas cosas…

—Ay, Chabela. —Sacudió la cabeza—. Tú y yo sabemos cómo es la justicia en este país. Solo hay impunidad y corrupción.

Mientras meditaba su propia vergüenza por aquella pregunta, Isabel esperó otro poquito antes de volver a hablar. Durante esa pausa, Irene se sentó a su lado, ya con un semblante más melancólico que angustiado.

—¿Todo esto te lo contó él, Gabriel?

—Sí, hace rato me marcó desde la delegación. Me contó que lo tenían detenido, y habló de cómo encontró a Erika desangrándose en el piso. Estoy esperando a que me marque otra vez, porque me va a decir qué harán con él al rato. Pero, ayúdame, ¿sí?

—Pues claro, ¡para eso vine!

—Es que yo ya ni veo bien el celular. Gabriel dijo que le habían permitido una llamada telefónica, pero que era lo más seguro que ya ni le dejaran hacer otra. Ya solo tiene su WhatsApp. Ya sabes que me estoy quedando ciega. Si manda mensajes, ¿los leerías por mí?

—P-por supuesto, Irene. —Ella cogió el dispositivo por si había mensajes en la bandeja. La pantalla de bloqueo estaba limpia. Allí, en la fotografía que acompañaba el reloj, Isabel también miró la imagen de su sobrino y volvió a tener ganas de llorar—. En serio no concibo algo así. Él no mataría a su esposa; más bien, a nadie, nunca.

—Mi Gabo es todo lo contrario a esa persona que al rato van a presentar en las noticias. Es profesor, ayuda a todo el mundo, ha dado dinero a los pobres y siempre está criticando el hecho de que la escuela no trate a sus alumnos como seres humanos.

—Sí, Irene, lo conozco bien.

—Por eso te digo que ha de tener que ver con esa vieja.

—¿Por qué insistes en que es Erika?

—¿Por qué fregados no? Hace dos años, creo que, en el 2020, ya se habían comenzado a separar. Hasta hicieron un desmán por la niña. Todo empezó antes de que se disparara la pandemia.

—No inventes, no sabía.

—Sí. Y ella, Erika, se puso pesada: lo amenazó con denunciarlo disque por violencia de género, quiso ponerle una mentada restricción y cosas de esas, ya sabes. Pero ella es la que le gritaba con groserías, con su lenguaje de tortillera. Era de esas que ponen su música asquerosa bien fuerte hasta tarde. Además, Erika ignoraba a la niña y le gritaba con peladeces también. Desde entonces, Gabriel me cuenta su lucha por recuperar a la nena.




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