En las tierras del sur, donde el sol abrazaba la arena y el viento danzaba con velos de polvo, se alzaba el reino de Arenazul. Sus playas se extendían como olas de oro, salpicadas de oasis donde palmeras altas ofrecían sombra y fuentes cantaban con aguas turquesas. Los mercados bullían con aromas de especias y el tintineo de monedas, mientras las casas de adobe blanco reflejaban la luz como perlas en el desierto.
El palacio, erguido en el corazón del reino, era una maravilla de arcos dorados y cúpulas que brillaban como soles gemelos, con jardines secretos llenos de jazmines que perfumaban el aire. Era un reino de riqueza y esplendor, gobernado por un rey de rostro curtido, cuya risa llenaba los salones, y una reina de mirada astuta, que bordaba mapas estelares en sedas finas.
En este reino vivía el príncipe Teo, un joven de veinte años cuya presencia era como un amanecer en el desierto. Su cabello era castaño como la madera pulida, cayendo en rizos sobre sus hombros, y sus ojos, oscuros como el cielo nocturno, brillaban con una chispa de curiosidad. Era apuesto, con una voz profunda que calmaba a las multitudes, y sus manos eran hábiles con el arco y la pluma.
Era valiente cuando cazaba y noble en sus promesas, pero cargaba un defecto que sus padres, con susurros ansiosos, temían: era demasiado indulgente, casi perezoso en su juicio. Prefería evitar los conflictos y dejar que otros decidieran, diciendo: "Que cada uno haga lo que quiera, ¿qué importa?" "No quiero ser príncipe," murmuraba, tumbado bajo las palmeras, "las leyes y las coronas son cadenas para el alma." Soñaba con ser un viajero, libre de responsabilidades, explorando tierras lejanas sin preocuparse por el bien o el mal.
Una tarde, mientras Teo descansaba en un oasis con un cuenco de dátiles, un anciano llegó al reino montado en un camello flaco. Vestía harapos grises, y su barba blanca caía como un río seco. Se presentó ante el palacio y habló con voz temblorosa.
—Un mal crece en Arenazul —dijo—. Las arenas susurran de un ladrón que roba los oasis, secándolos con magia oscura. Solo un príncipe justo puede detenerlo, o el desierto nos tragará a todos.
El rey llamó a Teo al salón de las cúpulas, donde los mosaicos brillaban con imágenes de camellos y estrellas.
—Hijo mío —dijo—, debes encontrar a este ladrón y traer justicia a nuestro pueblo.
Teo frunció el ceño, sintiendo el peso de la orden como una piedra en su pecho.
—Que lo busquen los guardias —respondió—. Yo no soy juez ni carcelero.
Sin esperar más, tomó su arco y su caballo negro, y galopó hacia las playas, no para cumplir la tarea, sino para huir. Cabalgó hasta el borde del reino, donde las arenas se volvían rojas y los vientos aullaban como espíritus perdidos. Allí, bajo una palmera torcida, desmontó y se tumbó, dejando que el sol quemara sus pensamientos. "No seré príncipe," pensó, "que otros luchen por el reino."
Los días pasaron, y Teo vivió como un nómada, bebiendo de pozos escondidos y cazando liebres con su arco. Pero una noche, mientras las estrellas cubrían el cielo como un manto de diamantes, oyó un canto suave. Siguiendo la melodía, encontró a una joven sentada junto a un oasis seco, cuyas aguas habían desaparecido, dejando solo un lecho de tierra agrietada. Era la princesa Mara, del reino de Vientorojo, un lugar de cañones profundos y vientos cálidos. Sus cabellos eran rojos como el fuego, cayendo en ondas sobre su espalda, y sus ojos verdes tenían la firmeza de un halcón. Vestía una túnica azul bordada con hilos de cobre, y tocaba una flauta de hueso con dedos delicados.
—¿Quién eres? —preguntó Teo, acercándose.
—Soy Mara —respondió ella, bajando la flauta—. Viajo para advertir a los reinos del ladrón de oasis. Ha secado mis tierras, y ahora viene por las tuyas.
Teo se encogió de hombros.
—No es mi problema —dijo—. Que los reyes lo arreglen.
Mara lo miró con calma, pero sus palabras fueron firmes.
—Huír no salva a nadie —dijo—. Si no actúas, Arenazul será polvo, y tú con él.
Teo dudó, pero la tristeza en los ojos de Mara lo tocó. Esa noche, soñó con su pueblo sediento, las palmeras marchitas y el palacio en ruinas. Al despertar, el oasis donde dormía estaba seco, y un rastro de arena negra lo llevó al corazón del desierto. "Quizá deba intentarlo," pensó. Mara, con su flauta en la mano, lo siguió.
Cabalgaron días bajo el sol abrasador, siguiendo el rastro hasta una cueva tallada en un acantilado rojo. Allí encontraron al ladrón: un hombre encorvado, con una capa de escamas de serpiente y ojos amarillos como el veneno. En su mano sostenía un cristal negro que brillaba con luz robada, y a su alrededor, los oasis perdidos flotaban como esferas de agua atrapadas. El ladrón rió, mostrando dientes afilados.
—Soy Zarek, señor de las arenas —dijo—. Con esta magia, haré un reino donde solo yo reine.
Teo tembló, pero Mara tocó su flauta, y una melodía valiente llenó el aire. "No puedo dejar que esto pase," pensó Teo. Con su arco, disparó una flecha al cristal, pero Zarek la desvió con un torbellino de arena.
—Eres débil, príncipe —gritó el ladrón—. No tienes justicia en ti.
Mara, rápida, lanzó una daga al suelo, rompiendo un círculo de signos que alimentaban el cristal. El agua de los oasis tembló, y Teo tuvo una idea. Corrió hacia Zarek, esquivando ráfagas de arena, y con un grito arrancó el cristal de sus manos. El ladrón aulló, pero Teo lo lanzó al suelo, y el cristal se quebró en mil pedazos. Un resplandor azul estalló, y las aguas robadas cayeron como lluvia, empapando y devolviendo la vida a los oasis.
Zarek, derrotado, huyó entre las sombras, y las arenas cantaron con el retorno del agua. Teo y Mara cabalgaron de vuelta a Arenazul, donde los aldeanos danzaban bajo la lluvia nueva. El rey y la reina abrazaron a su hijo, y los jardines del palacio florecieron con jazmines más blancos que nunca. Teo, con su arco al hombro, habló ante el pueblo.
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Editado: 15.03.2025