En las tierras del centro, donde los campos se extendían como mantos de oro y los ríos serpenteaban como cintas de zafiro, se alzaba el reino de Campoverde. Sus llanuras estaban salpicadas de trigo que ondeaba bajo el sol como olas de un mar sin fin, y sus bosques de robles y hayas susurraban con hojas que brillaban en tonos de esmeralda y ámbar. Las aldeas se alzaban con casas de piedra y tejados de paja, rodeadas de huertos donde crecían manzanas rojas y peras doradas, y el aroma del pan recién horneado flotaba en el aire al amanecer.
El castillo, asentado en una colina suave, era una estructura de ladrillo rojo y torres redondas que parecían crecer de la tierra misma, con jardines llenos de rosales y fuentes que cantaban día y noche. Era un reino de abundancia y calidez, gobernado por un rey de rostro amable, cuya risa llenaba los salones como el tañido de una campana, y una reina de mirada serena, que cultivaba hierbas curativas en macetas de arcilla.
En este reino vivía el príncipe Leonel, un joven de dieciocho años cuya presencia era como un rayo de sol entre las nubes. Su cabello era castaño como la corteza de los robles, cayendo en mechones desordenados sobre su frente, y sus ojos, verdes como los campos en primavera, tenían un brillo juguetón. Era apuesto, con una sonrisa que podía desarmar a cualquiera, y su voz era cálida y clara, capaz de contar historias que hacían reír a los niños.
Era valiente cuando trepaba los árboles más altos y justo en sus tratos con los aldeanos, pero cargaba un defecto que sus padres, con susurros preocupados tras las cortinas de lino, notaban: era demasiado indiferente, casi egoísta en su despreocupación. No le importaba el sufrimiento ajeno si no lo veía con sus propios ojos, y prefería disfrutar de sus días sin cargar con las necesidades de otros. "No quiero ser príncipe", decía, tumbado en la hierba con una manzana en la mano, "las princesas y los príncipes deben darlo todo, y yo prefiero guardar mi tiempo para mí". Soñaba con ser un juglar, libre de la corona, cantando canciones y viviendo aventuras sin atarse a un reino.
Una mañana de verano, cuando el sol pintaba los campos con tonos de miel y las abejas zumbaban entre las flores silvestres, Leonel salió al bosque con su laúd colgado al hombro. Buscaba un claro tranquilo donde tocar sus melodías, lejos de las peticiones de los consejeros que lo llamaban al castillo para aprender las leyes y escuchar las quejas de los aldeanos. Mientras caminaba entre los robles, cuyos troncos estaban cubiertos de musgo verde, un gemido débil lo detuvo.
Bajo una raíz retorcida, encontró un zorro rojo, con el pelaje apagado y una pata atrapada en una cuerda de cazadores. Sus ojos, ámbar como el atardecer, lo miraron con una súplica silenciosa. Leonel frunció el ceño y dio un paso atrás. "No es mi asunto", pensó, ajustando el laúd sobre su espalda. Pero el zorro gimió de nuevo, y algo en su interior se removió. Con un suspiro, dejó caer su instrumento y cortó la cuerda con una piedra afilada, liberando al animal.
El zorro se levantó, sacudiéndose el polvo, y habló con una voz astuta como el susurro del viento entre las hojas.
—Gracias, hijo de Campoverde —dijo—. Soy Zoy, guardiana de estos campos. Por tu ayuda, te daré un don: tres flautas mágicas que cantarán lo que desees. Pero ten cuidado, pues cada melodía trae un precio que no puedes imaginar.
Leonel, sorprendido, tomó las flautas que Zoy le ofreció: una de oro que brillaba como el trigo maduro, otra de plata que relucía como el rocío, y una de madera oscura que parecía tallada del corazón de un roble. Las guardó en su bolsa con una sonrisa despreocupada.
—No quiero ser príncipe ni cargar con un reino —dijo—. Toca una melodía que me dé una vida libre, sin preocupaciones ni deberes.
Zoy inclinó la cabeza, y con un salto ágil, desapareció entre los árboles. Al instante, la flauta de oro vibró en la bolsa de Leonel y emitió una nota suave. El aire giró a su alrededor en un torbellino de hojas doradas, y cuando se calmó, Leonel se encontró en una choza alegre al borde del bosque. Las paredes eran de madera pintada de blanco, el tejado estaba cubierto de hiedra, y un arroyo cantaba junto a la puerta.
Dentro había un laúd nuevo, un cesto de frutas frescas y una hamaca tejida con cuerdas suaves. Al principio, su corazón saltó de alegría. Tocó melodías bajo el sol, comió manzanas dulces y durmió meciéndose en la hamaca mientras las aves trinaban a su alrededor. Los días pasaron como un sueño ligero, y Leonel rio al pensar que había escapado de las cadenas de la corona.
Pero pronto, la despreocupación se volvió vacía como un pozo seco. Nadie escuchaba sus canciones, nadie compartía sus frutas, y el arroyo cantaba solo para él. "Esto es libertad", pensó, mirando las notas que garabateaba en un trozo de corteza, "pero no hay nadie con quien reír". Una noche, mientras las estrellas titilaban sobre el tejado, oyó un lamento lejano que le erizó la piel. "Algo está mal", pensó, y por primera vez, sintió un pinchazo de culpa por haber dejado Campoverde atrás.
Mientras tanto, en el reino, una sombra se extendió como una plaga silenciosa. Los campos de trigo se marchitaron, convirtiéndose en polvo gris bajo un sol que ya no calentaba, y los ríos se secaron, dejando lechos agrietados donde antes fluía el agua. Las aldeas se llenaron de llantos, pues las cosechas fallaron y los niños enfermaron sin pan ni fruta. El rey y la reina, con rostros pálidos como la luna, buscaron a su hijo por los salones vacíos y los jardines marchitos, pero solo hallaron su laúd abandonado bajo un roble, cubierto de hojas secas. Los aldeanos murmuraban que una maldición había caído sobre ellos, robando la vida de la tierra, y los consejeros suplicaban al rey que enviara jinetes en busca del príncipe perdido.
Fue entonces cuando una princesa llegó a Campoverde, atravesando los campos con paso firme. Se llamaba Alina, del reino de Ventalluna, un lugar de colinas doradas y vientos cantores. Era una joven de dieciséis años, con cabellos dorados como cascadas de luz y ojos verdes como el musgo fresco. Su figura era esbelta, su corazón valiente, y su inteligencia brillaba en cada palabra. Había oído de la desaparición del príncipe de Campoverde y de la tristeza que consumía su tierra. Con su arco y su yegua blanca, partió al bosque, guiada por un instinto que ardía en su interior como una llama suave.
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Editado: 15.03.2025