En las tierras del extremo este, donde los bosques se alzaban como catedrales de verdor y los amaneceres encendían el cielo con hilos de oro, se extendía el reino de Bosqueluz. Sus árboles eran gigantes de troncos plateados, con hojas que brillaban como esmeraldas al sol, y sus prados estaban alfombrados de flores silvestres que cantaban al abrirse con el rocío. Los arroyos serpenteaban entre las raíces, reflejando el cielo como espejos líquidos, y las aldeas se escondían entre los claros, con casas de madera tallada y tejados de musgo que parecían crecer de la tierra misma.
El castillo, asentado en un valle rodeado de robles antiguos, era una maravilla de piedra blanca y vidrieras que contaban leyendas de reyes pasados, con jardines llenos de rosales y fuentes que susurraban día y noche. Era un reino de belleza y paz silvestre, gobernado por un rey de rostro amable, cuya risa resonaba como el canto de un arroyo, y una reina de mirada serena, que pintaba acuarelas de las flores del bosque.
En este reino vivía la princesa Astrid, una joven de dieciséis años cuya hermosura era como una luna llena en un cielo despejado. Sus cabellos eran dorados como los rayos del sol al alba, cayendo en trenzas sueltas hasta su cintura, y sus ojos, verdes como las hojas nuevas, tenían un brillo travieso. Era elegante en su andar, con pasos ligeros como los de un ciervo entre los árboles, sabia cuando leía los libros de la biblioteca real, y valiente cuando escalaba los robles más altos.
Sin embargo, Astrid cargaba un defecto que sus padres, con susurros inquietos tras las puertas de madera, temían: era demasiado reservada, casi egoísta con su afecto. Prefería guardar sus sentimientos y evitar la cercanía con otros, diciendo: “No necesito a nadie más que a mí misma”. “No quiero ser princesa”, murmuraba, sentada en una rama con un cuaderno de dibujos, “la empatía es una deuda que te ata a los demás”. Soñaba con ser una artista solitaria, libre de la corona, pintando el bosque sin compartir su mundo con nadie.
Una mañana de primavera, cuando las flores abrían sus pétalos y el aire olía a tierra húmeda, Astrid salió al bosque con un pincel y una caja de pinturas. Buscaba un claro tranquilo donde plasmar los colores de las hojas, lejos de las fiestas del castillo donde los aldeanos le pedían favores y los consejeros le enseñaban a liderar con el corazón.
Mientras caminaba entre los robles, cuyos troncos estaban cubiertos de musgo esmeralda, un gemido suave la detuvo. En un hueco entre las raíces, encontró un cervatillo blanco, con las patas atrapadas en una maraña de enredaderas espinosas. Sus ojos, oscuros como la tierra mojada, la miraron con una súplica silenciosa. Astrid frunció el ceño y dio un paso atrás. “No es mi problema”, pensó, ajustando las pinturas en su mano. Pero el cervatillo gimió de nuevo, y su reserva cedió un poco. Con un suspiro, dejó caer su pincel y usó las manos para cortar las enredaderas, liberando al animal con un tirón cuidadoso.
El cervatillo se levantó, sacudiéndose las hojas, y habló con una voz dulce como el susurro de las ramas al viento.
—Gracias, hija de Bosqueluz —dijo—. Soy Lumen, guardián de este bosque. Por tu ayuda, te daré un don: tres pinceles mágicos que pintarán lo que desees. Pero ten cuidado, pues cada trazo trae un precio que no puedes prever.
Astrid, sorprendida, tomó los pinceles que Lumen le ofreció: uno de oro que brillaba como el sol entre los árboles, otro de plata que relucía como el rocío al alba, y uno de ébano que parecía tallado del corazón de un roble. Los guardó en su bolsa con una sonrisa distante.
—No quiero ser princesa ni cargar con la compasión por todos —dijo—. Quiero una vida sola, sin deudas ni afectos que me aten.
Lumen inclinó la cabeza, y con un salto ágil, desapareció entre los árboles. Al instante, el pincel de oro vibró en la bolsa de Astrid y trazó una línea en el aire. El bosque giró a su alrededor en un torbellino de hojas y luz, y cuando se calmó, Astrid se encontró en una cabaña escondida en un claro secreto.
Las paredes eran de madera blanca, el tejado estaba cubierto de musgo verde, y una chimenea humeaba suavemente. Dentro había un caballete, un cesto de frutas y una ventana que daba a un paisaje de árboles infinitos. Al principio, su corazón se llenó de calma. Pintó bajo la luz del sol, dibujó flores y ciervos en lienzos de lino, y durmió en una cama suave mientras los pájaros cantaban afuera. Los días pasaron como un sueño silencioso, y Astrid sonrió al pensar que había escapado de las cadenas de la corona.
Pero pronto, la soledad se volvió pesada como una sombra en el bosque. Nadie veía sus pinturas, nadie compartía sus frutas, y el caballete se alzaba solo en un mundo que no la necesitaba. “Esto es libertad”, pensó, mirando los lienzos que se amontonaban sin ojos que los admiraran, “pero no hay calor ni risas”. Una noche, mientras las estrellas titilaban entre las ramas, oyó un lamento lejano que le erizó la piel. “Algo está mal”, pensó, y por primera vez, sintió un pinchazo de culpa por haber dejado Bosqueluz atrás.
Mientras tanto, en el reino, una sombra se extendió como una niebla fría. Los árboles perdieron su brillo, con hojas que caían como lágrimas secas, y los prados se marchitaron, dejando la tierra desnuda y gris. Los arroyos se detuvieron, y las aldeas se llenaron de suspiros, pues las flores ya no crecían y los niños lloraban por el pan que escaseaba. El rey y la reina, con rostros pálidos como la luna, buscaron a su hija por los salones vacíos y los jardines marchitos, pero solo hallaron su cuaderno de dibujos, abandonado en un claro y cubierto de polvo. Los aldeanos murmuraban que una maldición había caído sobre ellos, robando la vida del bosque, y los consejeros suplicaban al rey que enviara jinetes en busca de la princesa perdida.
Fue entonces cuando un príncipe llegó a Bosqueluz, atravesando los bosques muertos con paso firme. Se llamaba Rúan, del reino de Piedraviva, un lugar de colinas rocosas y vientos salvajes. Era un joven de diecinueve años, con cabellos castaños como la tierra húmeda y ojos grises como la piedra pulida.
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Editado: 15.03.2025