Cuentos para la hora del café

PRIMAVERA

Mi abrigo era pesado. Me ayudaba a sentir un ambiente cálido (no se si era por la adrenalina que corría a través de mi cuerpo o por la cantidad de ropaje que llevaba encima). Deseé con todas mis fuerzas que ese calor se siguiera manteniendo donde fuera que el viento me llevara.

Primero una pierna y luego la otra. Iba cayendo y el tiempo parecía detenerse. Sentí la fría brisa rozar mis mejillas, soltando el cabello que previamente llevaba recogido. Caí con suma fragilidad hasta que me vi rodeada de musgo y hojas secas en periodo otoñal. Todas crujieron con mi caída. No fue un suceso brusco, descendí cual pluma, cual pequeña hoja más de aquellos inmensos árboles que me rodeaban. Las horas transcurrían mientras mi vida se convertía en un leve suspiro. De pronto la tierra empezó a consumirme, poco a poco me iba arrastrando al centro y me desesperé. Mi corazón latía tan rápido que mis oídos se inundaron con el ruido de un tambor golpeando mis entrañas. Intenté agarrarme de donde fuera para no ser tragada hacia la profundidad de los suelos. Mis uñas se llenaban cada vez más de tierra. Grité hasta que mis pulmones se ahogaron. Mi vista se perdía, me volví ciega. Todos mis sentidos cambiaban, el tacto ya no era igual, dejó de limitarse a la piel, podía sentir con cada vertebra, con cada hueso, con cada nervio y con cada lagrima.

Después silencio, oscuridad y la nada.

Me sentí liviana y casi inexistente. Dejé de respirar, pero tampoco lo necesitaba. Mi cuerpo solo flotaba en la inmensidad oscura. Unas pequeñas líneas curvas empezaron a brillar. Veía debajo de ese montón de tierra como se formaba poco a poco una red inmensa. Brillaban miles de raíces juntas y luego fui testigo de una conversación. ¡Hablaba! ¡El bosque hablaba! Cerré los ojos y pude sentir los pasos de miles de millones de personas que en algún momento habían caminado sobre la tierra. Mi corazón se acompasó con aquellos pasos y los seguí a todos lados. Vi el paso del tiempo, la manera en que todo cambiaba. Vi al pez que salía del agua para respirar por primera vez la luz de sol que lo iluminaba. Vi como su piel se transformaba y cómo sus ojos me miraban fijamente para adquirir miles de formas hasta ser exactamente los mismos míos. Sentí los océanos. Presencié la forma en que la red que me rodeaba se prolongaba hasta aquel lugar oscuro donde los humanos jamás habían puesto un solo pie.

Sentí también dolor, un dolor profundo que empezó en mi pecho y se extendió hacia todas las partes de mi cuerpo. Sentí un hacha que me atravesó el torso y me dividió en dos. Sentí un fuego ardiente, tan ardiente que me quemaba de la planta de los pies hasta la corona de mi cabeza. Pero nada se oía, todo continuaba siendo silencio puro, aunque la tensión del ambiente no podía ignorarse. La red brillaba con tanta luz. Veía cómo iban y venían luces. El bosque hablaba y gritaba en el más terrible de los silencios.

Un aro de luz tomó forma encima de mí y empecé a escalar. Cuanto más subía, la luz parecía intensificarse. Me enfoqué tanto en mi ascenso que, cuando volví a observar mi cuerpo, era un tronco, un tronco que cada vez se iba agrandando y haciendo más fuerte. Mis raíces se anclaron a la red que previamente había iluminado mi ceguera. El tiempo transcurrió con la rapidez de eras enteras hasta que estuve a la altura del bosque. Un buen día el tiempo dejó de correr, quedó pausado en la inmediatez estática. Sentí la luz del sol iluminándo mi corporalidad y la brisa invitándome a danzar. Bailé, sí bailé, pero no como bailan los humanos, bailé con todo lo que me rodeaba, bailó la tierra, bailó Flora y bailó Fauna. El baile no paró por mucho tiempo, sino hasta que me desvanecí. La vitalidad de mis venas se adormeció. Llegué a sentirme pequeña, diminuta, casi como si siguiera dentro de la tierra siendo nada en medio de todo.

Estructuras inmensas se formaron detrás de mí. Los días volvieron a transcurrir con la velocidad que había olvidado. El tiempo volvió a retomar su curso y las nubes taparon el sol que antes me abrigaba. Sentí mucho frío y sé que todos en aquel baile extinto, también. Las estructuras se hacían cada vez más inmensas y se acercaban constantemente. De repente el dolor punzante volvió a aparecer. Mi cuerpo flaqueaba y caía. Pero no solo yo, alrededor mío todo moría, todo se marchitaba. Esta vez los gritos sí eran audibles, todos gritaban y pedían clemencia a aquellos hombres sordos y aparentemente ciegos. Quiero jurar que eran ciegos.

De nuevo todo fue oscuridad y silencio.

Una luz intensa se estrelló contra mí cuerpo. Me fije en un hombre, de aspecto dejado, parecía uno de aquellos que hacía tiempo no veía. Otro hombre en un auto gris le gritaba todo tipo de blasfemias. El vagabundo alegó con sus brazos y siguió cruzando la calle hasta alcanzar la acera. Allí junto a un poste y un alambrado verde se dejó caer. Descansó por unos minutos y hasta recobrar fuerzas empezó a construir un pequeño refugio para aquella noche. Yo era una espectadora silenciosa de toda su rutina. Levantó cartones y periódicos para disminuir el frío que cada vez se hacía más violento. Contenerlo se volvía una tarea casi imposible para ese hombre. Finalmente, solo se acostó en la calle sucia que hacía juego con su aspecto. Tumbado en la acera se fijó en mí, yo, una pequeña flor. Me sentía incomoda tratando de salir con dificultad por entre la división de dos baldosas. Me acarició por mucho tiempo hasta que uno de mis pétalos se desprendió. Pude notar el susto reflejado en su cara. Incorporó su cuerpo casi de un salto y empezó a aruñar la baldosa hasta lograr meter los dedos por el medio y levantarlas. Su agresividad se tornó, entonces, en delicadeza pura. La expresión de su rostro se relajó. El desgaste de la vida era evidente en cada una de sus facciones. Me tomó con suavidad entre sus manos, hundiéndolas todo lo que pudo entre el suelo donde crecía yo débilmente. Levantó mis raíces y mi cuerpo hasta dejarme nuevamente en el bolsillo de su camisa, para luego, rápidamente tomar más tierra hasta llenarme de ella allí en su pecho. En su refugio improvisado contaba con un pequeño balde lleno de agua lluvia. Lo tomó y, sin pensarlo, roció su camisa para que mis raíces absorbieran la humedad mezclada con sudor, polvo, tierra y mugre.




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