Cuentos para la hora del café

TIERRA INFÉRTIL

“Picada por espinas de venus tomó sutilmente la forma de dicho Padre y, regresando cada noche al convento, disfrutó de sus favores, engañándola de tal manera, que ella declara haber hecho el amor cuatrocientas treinta y cuatro veces”. La Bruja, Jules Michelet.

Todos miraban aterrados. ¿Dios los castigaba? No, de seguro no era eso, era algo mucho peor, los había abandonado. Pobre pueblo caído en la pura desgracia.

Un ángel los había escogido para rebelarse contra los sagrados cielos. Hacía de esa tierra su voluntad, porque esa tierra ya no la quería ningún ser divino para nada. Eran la basura de las creaciones. Para su consuelo creían que, después del tormento, habría salvación. No se daban cuenta de que eran almas rendidas, escombros podridos de una vida pasada.

¿Qué es eso?

Definitivamente era un animal. No alcanzaban a ver.

¡Cabra! Es una cabra gigante... ¿Cabra?

Una cabra enorme, más grande que todos ellos reunidos, se encontraba a unos cuantos valles de distancia, sentada, inmutable. Era gris, gris oscuro como el humo de un cigarrillo encendido un par de veces. Los miraba con sus grandes ojos amarillos. No había esperanza en esa tierra olvidada, tierra de fantasmas.

¡Se puso de pie!

¿Y viene hacia nosotros? No puede ser. ¿Qué haremos?

¡Un sacrificio! Será nuestro dios, le daremos un sacrificio y estará satisfecho.

Todos voltearon a ver, al unísono sordo, a aquella mujer, la mujer que noches antes había sido apedreada por fácil, por promiscua, por ser la zorra de los hombres. Sin tener que dar una señal, todos se abalanzaron hacia la joven mujer amoratada. La tomaron de las extremidades y le arrancaron el ropaje. Una vez desnuda, arrodillada en el polvo, una mujer le tiró una sábana. Fue lo único que se le permitió vestir.

¡Ve! Entrégate a la cabra.

¡Sí! ¡Zorra!

La mujer no emitió ningún sonido, no replicó, no refutó. La decisión estaba tomada. De todas formas, si se negaba, probablemente moriría aplastada por la muchedumbre enojada. Caminó resignada entre las personas. Escaló la valla y atravesó el gran pastizal quemado e infértil.

Una vez estuvo frente a frente con la bestia, tampoco habló. La gran cabra bajó la cabeza para analizar su cuerpo escuálido, golpeado y arañado.

¿Qué eres tú?

Un sacrificio.

¿Eres sacrificio por ti misma?

Fui enviada.

Y señaló a los ya conocidos espectadores atormentados.

A pesar de la distancia, se alcanzaba a ver el pueblo reunido. Era posible notar su cara de asombro y, sobre todo, de ansiedad. Esperaban que la cabra se comiera de manera horrorosa a la mujer. Pero nada de eso sucedía.

Tu infierno lo has sufrido a costa de tus pares. Castigada injustamente bajo sus manos y yagas. Son almas sin corazón.

Únete a mi secta, a mi bandada de féminas poderosas.

La mujer miro detrás del cuerpo de la cabra. Un grupo de mujeres desnudas cubiertas de sangre seguían al animal sigilosas. Todas tan diferentes, unidas por aquella misma mirada. Todas sedientas.

Serás poderosa… jamás estarás sola… cuerpo sano… metamorfosis… resurgir de las entrañas de esta tierra miserable.

La cabra guardó silencio. No dijo más. Sacó de entre su pelaje una daga dorada cuyo filo cortaba de tan solo ver la luz reflejándose en su metal.

La mujer la tomo, la tanteó entre sus dedos delgados. Estaba fría. Helada. Quemaba las capas finas de su piel ante el más ligero de los roces.

La empuñó con fuerza y la enterró entre su pecho. Al lado izquierdo. Abrió sus carnes, arrojó la daga y rasgó con sus manos. La sangre bañó su ingle, sus piernas. La mujer tomó su corazón aún latiente y lo ofreció a la cabra.

La cabra se negó.

Es tuyo, por una vez ese manjar es tuyo.

La mujer pareció sorprendida. En aquél oscuro día, era la primera vez que ella estaba sorprendida.

Mordió su corazón. Lo masticó con fuerza y terminó por digerirlo todo. Sintió en la garganta un fuerte ardor. Los trozos quemaban todo a su paso tras el decenso hacia su tripa.

Por un momento pareció desfallecer. Estuvo un eterno instante acostada en el verde césped. El tiempo es cuestión inexplicable. La cabra, por supuesto, no la molestó.

Se levantó en el segundo que le pareció apropiado. Botó la sabana ensangrentada que le había cubierto durante el festín.

Caminó hacia el cuerpo de la cabra, entró entre su pelaje y allí, arropada, despareció. Al rato atravesó a la bestia, salía por el respaldo. Se unía a la bandada de mujeres.

Ya su cuerpo no tenía morados ni rasguños. Era un nuevo cuerpo. El antiguo yacía en el césped como si se tratase de la tela de una vieja serpiente.

Todas gritaron con fuerza, al cielo, a la tierra, al valle, a las montañas. Todas alzaban el puño y exhalaban un grito de guerra.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.